La hormiga argentina (6)
Seguí las filas de hormigas por
el tronco, me di cuenta de que aquel bullir silencioso y casi invisible seguía
en el suelo, en todas direcciones, entre los hierbajos. Pensé: ¿cómo haremos
para sacar las hormigas de casa? Sobre aquel pedazo de tierra -que ayer me
había parecido tan pequeño, pero que ahora, viéndolo en relación con las
hormigas, lo encontraba grandísimo- se extendía un velo ininterrumpido de
insectos que brotaban de miles de hormigueros subterráneos y se alimentaban de
la naturaleza pegajosa, dulzona del suelo y de la vegetación baja; y donde
quiera que mirase -aunque a primera vista no viese nada y eso ya fuera un
alivio-, aguzando la mirada veía acercarse una hormiga y descubría que formaba
parte de un largo cortejo y que se encontraba con otras, llevando a menudo
briznas o minúsculos fragmentos de materia pero siempre más grandes que ellas,
y en ciertos lugares donde -pensé- se había agrumado el jugo de alguna planta o
el resto de algún animal, había una corona de hormigas aglomeradas, casi
pegadas como la costra de una pequeña herida. Volví junto a mi mujer con el
niño al cuello, casi corriendo, sintiendo las hormigas que me subían por mis
pies. Y ella:
-Ya has hecho llorar al niño ¿qué
le pasa?
-Nada, nada -contesté en
seguida-, vio os hormigas en un árbol, y está todavía bajo la impresión de
anoche y le parece que siente la picazón.
-¡Oh, qué cruz, era lo único que
faltaba! -exclamó mi mujer. Iba siguiendo una fila de hormigas en la pared y
trataba de matarlas aplastándolas una por una con los dedos.
Yo continuaba viendo los millones
de hormigas que nos rodeaban en aquel terreno que ahora parecía interminable, y
arremetí contra ella:
-¿Qué haces? ¿Estás loca? ¡Esto
no sirve de nada!
Mi mujer estalló con rabia:
-¡Pero el tío Augusto! ¡El tío
Augusto que no nos dijo nada! ¡Y nosotros como dos estúpidos! ¡Hacerle caso a
ese mentiroso!
Pero, ¿qué hubiera podido decir
el tío Augusto? La palabra «hormigas» para nosotros, en aquel momento, no podía
expresar la angustia que sentíamos frente a esta situación. Si nos hubiera
hablado de hormigas como tal vez -no puedo excluirlo -lo había hecho alguna
vez, hubiésemos pensado que nos encontraríamos con un enemigo concreto,
medible, con un cuerpo, un peso. En realidad, si ahora trataba de recordar las
hormigas de los lugares de donde veníamos, las veía como bichos respetables,
criaturas de esas que se pueden tocar, apartar, como los gatos, los conejos.
Aquí nos enfrentábamos con un enemigo como la niebla o la arena, contra el cual
no hay fuerza que valga.
Nuestro vecino, el señor
Reginaudo, estaba en la cocina trasvasando un líquido con un embudo. Yo lo
había llamado desde afuera y después me acerqué a la puerta ventana de la
cocina jadeando.
-¡Ah, nuestro vecino! -exclamó
Reginaudo-, ¡pase, señor, pase! ¡Disculpe, yo siempre con estos mejunjes!
¡Claudia, una silla para nuestro vecino!
Sin perder tiempo:
-He venido, disculpe la molestia,
pero vi que tenía usted de esos polvos, sabe, nosotros toda la noche, las
hormigas...
-¡Ja, ja, ja! ¡Las hormigas!
-dijo entre carcajadas la señora Reginaudo al entrar, y el marido, con un
pequeño retraso, me pareció, pero con una impetuosidad más ruidosa, le hizo
eco:
-¡Ja, ja, ja! ¡Ellos también, las
hormigas! ¡Ah, ah, ah!
A pesar mío intenté una modesta
sonrisa, como obligado por la comicidad de mi situación, pero sin poder hacer
nada, cosa que justamente correspondía a la verdad, tanto que había ido a verlo
para pedirle ayuda.
-¡A quién se lo dice, las
hormigas, estimado vecino! -exclamaba alzando las manos el señor Reginaudo.
-¡A quién se lo dice, señor, a
quién se lo dice! -repetía como un eco su mujer llevándose las manos juntas al
pecho, pero siempre, como el marido, riendo.
-Bueno... me pareció... ¿no
tendrían ustedes un remedio? -pregunté, y el temblor de mi voz podía quizá
tomarse por ganas de reír y no por la desesperación que iba invadiéndome.
-¡Un remedio, ja, ja, ja! -reían
a más no poder los Reginaudo-. ¿Si tenemos un remedio? ¡Veinte, cien remedios
tenemos! ¡Y cada uno, ja, ja, ja, mejor que el otro!
Me habían llevado a otra
habitación, donde había sobre los muebles decenas de cajas de cartón y de latas
con etiquetas chillonas.
Italo Calvino