La hormiga argentina (2)
Todo lo que yo también hubiera
podido apreciar, de haber sido joven y sin preocupaciones, o bien de estar
instalado con toda la familia. Pero en nuestra situación, con el niño apenas
curado, buscando trabajo, casi no podíamos darnos cuenta de esas cosas que le
habían bastado al tío Augusto para declararse contento, y tal vez comprenderlo
era ya una tristeza porque entre gentes alegres parecíamos todavía más
infelices. Ciertos problemas a lo mejor insignificantes nos preocupaban como si
aumentaran de pronto nuestras angustias (y no sabíamos nada de las hormigas en
ese momento) y la señora Mauro con todas las recomendaciones que nos hacía al
mostrarnos la casa aumentaba nuestra impresión de que nos internábamos en un
mar borrascoso. Recuerdo su largo discurso sobre el contador del gas, y con qué
atención lo escuchábamos:
-Sí, señora Mauro... Tendremos
cuidado, señora Mauro... Esperemos que no, señora Mauro... -tanto que ni
siquiera hicimos caso cuando (pero ahora lo recordamos claramente) empezó a
deslizar los ojos por la pared como si leyera y pasó la punta de los dedos y
después los sacudió como si hubiese tocado agua, o arena, o polvo. Pero no
pronunció la palabra «hormigas), estamos seguros; tal vez porque era natural
que allí hubiese hormigas, así como había paredes, un techo, pero a mi mujer y
a mí nos quedó la impresión de que había querido ocultarlo hasta al final, y
que todas sus frases y recomendaciones eran para tratar de dar importancia a
otras cosas que taparan aquélla.
Cuando la señora Mauro se marchó,
entre los colchones y mi mujer no conseguía transportar la mesita de noche, y
me llamaba, y después quiso empezar en seguida a limpiar la cocina económica y
se arrodilló en el suelo, pero yo le dije:
-A esta hora, ¿qué vas a hacer?
Mañana veremos, ahora arreglémonos de cualquier manera para pasar la noche. -El
niño lloriqueaba muerto de sueño, y antes que nada había que prepararle la
cesta y acostarlo.
En mi tierra, para los niños,
usamos una canasta alargada, y la habíamos traído; la vaciamos de la ropa
blanca con que la habíamos llenado, y encontramos un buen sitio para apoyarla,
una consola, en un lugar que no era ni húmedo ni demasiado alto, por si se
caía. Nuestro hijo se durmió en seguida y los dos miramos la casa (una
habitación dividida en dos por un tabique; cuatro paredes y un techo) que se
iba llenando de nuestra presencia.
-Sí, sí, de blanco, le daremos
una mano de blanco -contesté a mi mujer mirando el cielo raso mientras la
empujaba por un codo hacia afuera. Ella quería mirar bien otra vez el cuchitril
del retrete, a la izquierda, pero yo tenía ganas de dar con ella una vuelta por
el terreno; porque nuestra casa estaba en un terreno, dos grandes canteros o almácigos
baldíos con un sendero en el medio, cubierto de un armazón de hierro, ahora
desnudo, tal vez por haberse secado alguna planta trepadora, una calabaza o una
vid.
La señora Mauro tenía intención
de darme ese terreno para que cultiváramos nuestro huerto, sin pedir ningún
alquiler pues hacía tiempo que estaba abandonado; pero hoy no nos había hablado
del tema y nosotros no dijimos nada porque ya teníamos demasiado en qué pensar.
Andando así por el terreno, la primera noche queríamos convencernos de que habíamos
llegado a tomar confianza y también, en cierto sentido, posesión del lugar; por
primera vez era posible la idea de una continuidad en nuestra vida, de noches
que se sucedían cada vez menos angustiosas, en las que recorreríamos los
almácigos. Estas cosas, naturalmente, no se las dije a mi mujer; pero estaba
ansioso por ver si ella también las sentía, y en realidad me pareció que los
pocas pasos que dimos tuvieron en ella el efecto que yo esperaba; ahora
razonaba en voz baja, con largas pausas, y caminábamos del brazo sin que ella
rechazara ese gesto propio de tiempos no tan pobres.
Italo Calvino