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jueves, 17 de agosto de 2017

Mussols






La hormiga argentina        (17)

La señora Mauro apretó los labios:
-No -dijo, tajante. Y después, como comprendiendo que no podíamos creerle,-explicó-: Aquí lo tenemos todo como un espejo. Apenas entra una hormiga del jardín y la vemos, tomamos las medidas del caso.
-¿Cuáles? -preguntamos en seguida a un tiempo mi mujer y yo, y ahora lo único que sentíamos era esperanza y curiosidad. 
-Así -dijo la señora, encogiéndose de hombros-, las barremos fuera con la escoba.
En ese momento notamos en su expresión de estudiada impasibilidad, algo como la tensión de un dolor físico que, allí sentada, desplazaba vivamente su peso hacia un lado, arqueando la cintura. Si no fuera por el contraste con las afirmaciones que salían de su boca, hubiera jurado que una hormiga argentina, metida debajo de su ropa, la había picado; una o varias, que se paseaban por su cuerpo y la picaban, porque aunque se esforzara por no moverse de la silla, se veía claramente que no conseguía estar quieta y compuesta como antes, sino muy tensa, mientras se le dibujaba en la cara el gesto de un sufrimiento cada vez más agudo.
-Pero nosotros tenemos ese terreno negro de hormigas -dije rápidamente- y por limpia que mantengamos la casa, entrarán siempre a miles...
-Es lógico -dijo la señora, y su mano delgada apretaba el brazo del sillón-, es lógico, el terreno está sin cultivar, y en los lugares sin cultivo se crían millones de hormigas. Mi proyecto era limpiar el terreno hace cuatro meses. Usted me hizo esperar y ahora sufre las consecuencias, y no sólo usted, sino todos, porque las hormigas se propagan...
-¿Se propagan también aquí, en su casa? -preguntó mi mujer casi sonriendo.
-¡Aquí no! -exclamó pálida la señora Mauro, y siempre con la diestra aferrada al brazo del sillón, con un pequeño movimiento rotatorio del hombro se frotaba el codo contra el costado.
A mí se me ocurría que la oscuridad, la decoración, la amplitud de las habitaciones y el carácter orgulloso eran las defensas que tenía aquella mujer contra las hormigas, las razones por las cuales era frente a ellas más fuerte que nosotros, pero que todo lo que veíamos alrededor, empezando por ella misma allí sentada, estaba roído por hormigas aún más implacables que las nuestras, casi una especie de termitas africanas que destruían todas las cosas dejando su envoltura, y que de aquella casa sólo quedaba la tapicería desteñida, el paño casi pulverizado de los cortinajes, todo a punto de hacerse pedazos delante de nuestros ojos.
-Justamente, nosotros veníamos a preguntarle si podía darnos algún consejo para librarnos de esta plaga... -dijo mi mujer, que había recobrado una actitud totalmente desenvuelta.
-Mantener la casa limpia y trabajar la tierra. No hay otro remedio. El trabajo: sólo el trabajo -y se puso de pie, y la decisión de despedirnos se añadió a una sacudida instintiva de su cuerpo, que ya no podía estar quieta. Se recompuso, y por su cara pálida pasó como una sombra de alivio.
Bajábamos por el jardín y mi mujer dijo:
-Esperemos que no se haya despertado. Yo también estaba pensando en el niño. Lo oímos llorar aún antes de llegar a casa. Corrimos, lo alzamos en brazos, tratamos de calmarlo, pero seguía llorando fuerte, chillando. Le había entrado una hormiga en un oído: tardamos un poco antes de darnos cuenta, porque lloraba desesperadamente y no nos daba a entender qué le pasaba. Mi mujer lo dijo en seguida:
-¡Tienen que haber sido las hormigas! -pero yo no entendía por qué seguía llorando así, cuando no le encontrábamos ninguna hormiga ni señas de picaduras o de irritación, y lo habíamos desnudado y mirado bien por todas partes.
Sin embargo, encontré algunas en la cesta; y pensar que creía haberla aislado bien, pero no habíamos reparado en las pinceladas de melaza del hombre-hormiga: el caso es que una de las torpes rayas trazadas por el señor Baudino parecía hecha a propósito para atraer a aquellos bichos y hacerlos subir hasta la cuna del niño.

Italo Calvino