La hormiga argentina (17)
La señora Mauro apretó los
labios:
-No -dijo, tajante. Y después,
como comprendiendo que no podíamos creerle,-explicó-: Aquí lo tenemos todo como
un espejo. Apenas entra una hormiga del jardín y la vemos, tomamos las medidas
del caso.
-¿Cuáles? -preguntamos en seguida
a un tiempo mi mujer y yo, y ahora lo único que sentíamos era esperanza y
curiosidad.
-Así -dijo la señora,
encogiéndose de hombros-, las barremos fuera con la escoba.
En ese momento notamos en su
expresión de estudiada impasibilidad, algo como la tensión de un dolor físico
que, allí sentada, desplazaba vivamente su peso hacia un lado, arqueando la
cintura. Si no fuera por el contraste con las afirmaciones que salían de su
boca, hubiera jurado que una hormiga argentina, metida debajo de su ropa, la
había picado; una o varias, que se paseaban por su cuerpo y la picaban, porque
aunque se esforzara por no moverse de la silla, se veía claramente que no
conseguía estar quieta y compuesta como antes, sino muy tensa, mientras se le
dibujaba en la cara el gesto de un sufrimiento cada vez más agudo.
-Pero nosotros tenemos ese
terreno negro de hormigas -dije rápidamente- y por limpia que mantengamos la
casa, entrarán siempre a miles...
-Es lógico -dijo la señora, y su
mano delgada apretaba el brazo del sillón-, es lógico, el terreno está sin
cultivar, y en los lugares sin cultivo se crían millones de hormigas. Mi proyecto
era limpiar el terreno hace cuatro meses. Usted me hizo esperar y ahora sufre
las consecuencias, y no sólo usted, sino todos, porque las hormigas se
propagan...
-¿Se propagan también aquí, en su
casa? -preguntó mi mujer casi sonriendo.
-¡Aquí no! -exclamó pálida la
señora Mauro, y siempre con la diestra aferrada al brazo del sillón, con un
pequeño movimiento rotatorio del hombro se frotaba el codo contra el costado.
A mí se me ocurría que la
oscuridad, la decoración, la amplitud de las habitaciones y el carácter
orgulloso eran las defensas que tenía aquella mujer contra las hormigas, las
razones por las cuales era frente a ellas más fuerte que nosotros, pero que
todo lo que veíamos alrededor, empezando por ella misma allí sentada, estaba
roído por hormigas aún más implacables que las nuestras, casi una especie de
termitas africanas que destruían todas las cosas dejando su envoltura, y que de
aquella casa sólo quedaba la tapicería desteñida, el paño casi pulverizado de
los cortinajes, todo a punto de hacerse pedazos delante de nuestros ojos.
-Justamente, nosotros veníamos a
preguntarle si podía darnos algún consejo para librarnos de esta plaga... -dijo
mi mujer, que había recobrado una actitud totalmente desenvuelta.
-Mantener la casa limpia y trabajar
la tierra. No hay otro remedio. El trabajo: sólo el trabajo -y se puso de pie,
y la decisión de despedirnos se añadió a una sacudida instintiva de su cuerpo,
que ya no podía estar quieta. Se recompuso, y por su cara pálida pasó como una
sombra de alivio.
Bajábamos por el jardín y mi
mujer dijo:
-Esperemos que no se haya
despertado. Yo también estaba pensando en el niño. Lo oímos llorar aún antes de
llegar a casa. Corrimos, lo alzamos en brazos, tratamos de calmarlo, pero
seguía llorando fuerte, chillando. Le había entrado una hormiga en un oído:
tardamos un poco antes de darnos cuenta, porque lloraba desesperadamente y no
nos daba a entender qué le pasaba. Mi mujer lo dijo en seguida:
-¡Tienen que haber sido las
hormigas! -pero yo no entendía por qué seguía llorando así, cuando no le
encontrábamos ninguna hormiga ni señas de picaduras o de irritación, y lo
habíamos desnudado y mirado bien por todas partes.
Sin embargo, encontré algunas en
la cesta; y pensar que creía haberla aislado bien, pero no habíamos reparado en
las pinceladas de melaza del hombre-hormiga: el caso es que una de las torpes
rayas trazadas por el señor Baudino parecía hecha a propósito para atraer a
aquellos bichos y hacerlos subir hasta la cuna del niño.
Italo Calvino