Blogs que sigo

miércoles, 30 de agosto de 2017

Picasso


Carta de su padre       (10)

Dices que escribiste la carta porque querías explicar por qué no podías casarte. Yo escribo esta carta porque tú trataste de escribirla por mí. Eras capaz has­ta de quitarle eso a tu padre. Tú contestaste tu propia carta, antes de que yo pudiera hacerla. Fabricaste en tu carta lo que imaginabas que hubiese sido mi res­puesta. Para ahorrarme el trabajo... Una idea brillan­te, como dicen. Con tus grandes dotes de famoso es­critor, lo expresas todo mejor de lo que yo podría. Ahí estás tú, con una respuesta, antes que yo. Me quitas las palabras de la boca: mientras te acusas tú mismo, en mi nombre, de ser «demasiado listo, obsequioso, parásito e insincero», al echarme la culpa de tu vida eres -¡una vez más, la última vez!- finalmente de­masiado listo, obsequioso, parásito e insincero en la maniobra de robarle a tu padre la oportunidad de de­fenderse. Un genio. ¿Qué queda por decir de ti -qué bien te conoces muchacho, es terrible- si te defines como el tipo de sabandija que no sólo pica sino que al mismo tiempo chupa la sangre para mantenerse viva? Y ni siquiera acaba el retorcimiento, el engaño. A continuación confiesas que toda esa «corrección», esa «réplica» como tú, hombre educado, la llamas, «no tiene su origen en tu padre sino en ti mismo, Franz Kafka». Así que ya ves, aquí está la prueba, algo que yo sé que tú, con toda tu inteligencia, no puedes saber por mí: dices que siempre escribiste sobre mí, que todo era sobre mí, tu padre; pero era todo sobre ti. El escarabajo. El bicho que yacía de espaldas patalean­do al aire y no se podía levantar para ver América o la Gran Muralla de China. Tú, tú, tú mismo, tú mis­mo. Y en tu carta, después de que me defiendes con­tra ti, cuando finalmente haces tu confesión -lleno de razón de nuevo, con la razón de tu parte, siem­pre- te quedas con la última palabra, en prueba de tu santidad de la que yo no podía saber nada, enten­der nada, un hombre de negocios, un tendero. Esa es tu «verdad» sobre nosotros que tenías la esperanza de que «podría hacer nuestra vida y nuestra muerte más fáciles».
Cómo acabaste, Franz. La última mujer que te en­contraste. No fue deseo nuestro, Dios lo sabe. Vivir con esa judía oriental y en pecado. Te enviamos di­nero; eso es todo lo que podíamos hacer. Si hubiéra­mos ido a verte, si nos hubiéramos tragado nuestro orgullo, conociendo a esa mujer, nuestra presencia sólo te habría hecho sentirte peor. Está ahí en todo lo que has escrito, en todo lo que escriben sobre ti: todo lo que se relaciona con nosotros te deprimía y te ponía enfermo. Sabíamos que no te daba la comida adecuada, guisando como una gitana en un hornillo de alcohol. Te tenía en un agujero helado en Berlín... Dios me perdone (Brod se lo ha contado al mundo), tuve que darle la espalda en tu funeral.
Franz... Cuando te enviaron de Kurt Wolff Verlag ejemplares de «En la Colonia Penitenciaria» aquella vez... Me diste uno y yo dije «ponlo en la mesilla de noche». Dices que nunca lo volví a mencionar. Bue­no, ¿no comprendes?, yo no soy un hombre de letras. Te lo digo ahora. Leí un poquito, una página o dos de cada vez. Si hubieses visto ese libro, había una mar­ca de lápiz cada dos o tres páginas, para saber a la vez siguiente dónde me había quedado. No era como los libros que yo conocía -no tenía mucho tiempo para leer, trabajando como un esclavo desde pequeño, no era como tú, no me podía encerrar en una habita­ción con libros, cuando era joven. Me hubiera muerto de hambre. Pero eso ya lo sabes. ¿No puedes com­prender que me sentía -sí- no demasiado orgullo­so -que me daba vergüenza que supieras que no en­contraba fácil comprender lo que escribías, que me re­sultaba extraño?

Nadine Gordimer