Dices que escribiste la carta porque querías explicar por
qué no podías casarte. Yo escribo esta carta porque tú trataste de escribirla
por mí. Eras capaz hasta de quitarle eso a tu padre. Tú contestaste tu
propia carta, antes de que yo pudiera hacerla. Fabricaste en tu carta lo que
imaginabas que hubiese sido mi respuesta. Para ahorrarme el trabajo... Una
idea brillante, como dicen. Con tus grandes dotes de famoso escritor, lo
expresas todo mejor de lo que yo podría. Ahí estás tú, con una respuesta, antes
que yo. Me quitas las palabras de la boca: mientras te acusas tú mismo, en mi
nombre, de ser «demasiado listo, obsequioso, parásito e insincero», al echarme
la culpa de tu vida eres -¡una vez más, la última vez!- finalmente demasiado
listo, obsequioso, parásito e insincero en la maniobra de robarle a tu padre la
oportunidad de defenderse. Un genio. ¿Qué queda por decir de ti -qué bien te
conoces muchacho, es terrible- si te defines como el tipo de sabandija que no
sólo pica sino que al mismo tiempo chupa la sangre para mantenerse viva? Y ni
siquiera acaba el retorcimiento, el engaño. A continuación confiesas que toda
esa «corrección», esa «réplica» como tú, hombre educado, la llamas, «no tiene
su origen en tu padre sino en ti mismo, Franz Kafka». Así que ya ves, aquí está
la prueba, algo que yo sé que tú, con toda tu inteligencia, no puedes
saber por mí: dices que siempre escribiste sobre mí, que todo era sobre
mí, tu padre; pero era todo sobre ti. El escarabajo. El bicho que yacía de
espaldas pataleando al aire y no se podía levantar para ver América o la Gran Muralla de
China. Tú, tú, tú mismo, tú mismo. Y en tu carta, después de que me defiendes
contra ti, cuando finalmente haces tu confesión -lleno de razón de nuevo, con
la razón de tu parte, siempre- te quedas con la última palabra, en prueba de
tu santidad de la que yo no podía saber nada, entender nada, un hombre de
negocios, un tendero. Esa es tu «verdad» sobre nosotros que tenías la esperanza
de que «podría hacer nuestra vida y nuestra muerte más fáciles».
Cómo acabaste, Franz. La última mujer que te encontraste.
No fue deseo nuestro, Dios lo sabe. Vivir con esa judía oriental y en pecado.
Te enviamos dinero; eso es todo lo que podíamos hacer. Si hubiéramos ido a
verte, si nos hubiéramos tragado nuestro orgullo, conociendo a esa mujer,
nuestra presencia sólo te habría hecho sentirte peor. Está ahí en todo lo que
has escrito, en todo lo que escriben sobre ti: todo lo que se relaciona con
nosotros te deprimía y te ponía enfermo. Sabíamos que no te daba la comida
adecuada, guisando como una gitana en un hornillo de alcohol. Te tenía en un
agujero helado en Berlín... Dios me perdone (Brod se lo ha contado al mundo),
tuve que darle la espalda en tu funeral.
Franz... Cuando te enviaron de Kurt Wolff Verlag
ejemplares de «En la
Colonia Penitenciaria » aquella vez... Me diste uno y yo dije
«ponlo en la mesilla de noche». Dices que nunca lo volví a mencionar. Bueno,
¿no comprendes?, yo no soy un hombre de letras. Te lo digo ahora. Leí un
poquito, una página o dos de cada vez. Si hubieses visto ese libro, había una
marca de lápiz cada dos o tres páginas, para saber a la vez siguiente dónde me
había quedado. No era como los libros que yo conocía -no tenía mucho tiempo
para leer, trabajando como un esclavo desde pequeño, no era como tú, no me
podía encerrar en una habitación con libros, cuando era joven. Me hubiera
muerto de hambre. Pero eso ya lo sabes. ¿No puedes comprender que me sentía
-sí- no demasiado orgulloso -que me daba vergüenza que supieras que no encontraba
fácil comprender lo que escribías, que me resultaba extraño?
Nadine Gordimer