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miércoles, 25 de octubre de 2017

Besalú Museu Obert


El edificio Yacobián

Finalmente, se estableció una nueva sociedad en la azotea, completamente independiente del resto del edificio. Algunos de los recién llegados alquilaban dos trasteros contiguos y hacían de ellos una pequeña vivienda con sus servicios (un inodoro y un lavabo). Los restantes, los más pobres, colaboraron para construir letrinas compartidas cada tres o cuatro habitaciones. Así, la comunidad de la azotea no tardó en parecerse a cualquier otra comunidad popular egipcia. Los niños correteaban descalzos y semidesnudos por los rincones de la terraza. Las mujeres pasaban el día cocinando y contándose cotilleos al sol. Con frecuencia se enfrascaban en peleas, insultándose y acusándose de las peores vilezas. Sin embargo, pronto se reconciliaban y volvían a tratarse como si nada hubiese sucedido, tras darse grandes besos en las mejillas gimoteando e incluso llorando por lo emocionadas y afectadas que estaban.
Los hombres, por su parte, no se interesaban mucho por las peleas de las mujeres y las consideraban una muestra más de su inconsciencia, de la que hablaba el Profeta, las bendiciones y la paz de Dios sean con Él. Todos los varones de la azotea pasaban la jornada en una ardua y amarga lucha para conseguir el pan de cada día. Regresaban al anochecer agotados para entregarse a sus tres pequeños placeres: una deliciosa comida caliente; varias pipas de tabaco dulce (o de hachís cuando había) que fumaban en el narguile, en solitario o juntos, las noches de verano; el tercer placer era el sexo, que practicaban con frecuencia, pues no encontraban en los hadiz que fuera pecado, sino algo lícito. Así, se puede afirmar que el hombre de la azotea se avergonzaba, como es costumbre entre la clase popular egipcia, de pronunciar el nombre de su esposa delante de otros hombres, y se refería a ella como Madre de Fulano, o la llamaba «la parienta». Por ejemplo, cuando decía «la parienta ha preparado mulujiya», los presentes comprendían que estaba hablando de su mujer. Sin embargo, estos mismos hombres no tenían ningún reparo en comentar con gran detalle aspectos íntimos de su vida marital delante de sus camaradas, hasta el punto de que los hombres de la azotea conocían prácticamente todo acerca de las vidas sexuales de los unos y los otros.
A las mujeres, por su parte, independientemente de su grado de religiosidad y puritanismo, les gustaba mucho el sexo y cotilleaban en voz baja sobre los pormenores de su vida sexual, entre carcajadas divertidas o incluso licenciosas si estaban solas. No les gustaba sólo como una forma de desahogarse, sino porque el sexo y el apetito carnal de sus hombres les hacía sentir que, a pesar de todas las dificultades que padecían, todavía eran mujeres hermosas y deseadas por sus maridos. Y en esa hora, con los niños ya acostados, después de cenar y de dar gracias a Dios, con comida en la despensa suficiente para una semana o más, con un poco de dinero ahorrado por si venían dificultades, con la habitación en la que vivían todos juntos limpia y ordenada y el marido recién llegado a casa la noche del jueves, de buen humor debido a los efectos del hachís, reclamando a su mujer, ¿acaso no iba ella entonces a entregarse después de haberse lavado, acicalado y perfumado? ¿Acaso estas pocas horas de felicidad no constituían una prueba de que su miserable existencia era, a pesar de todo, afortunada en cierto modo? Necesitaríamos un hábil pintor para retratar la expresión del rostro de la mujer de la azotea, la mañana del viernes, cuando su marido bajaba a hacer la oración y ella se lavaba para eliminar las huellas del amor y salía a la azotea a tender las sabanas limpias, mostrando en ese momento su pelo mojado, su piel rosada y su mirada clara, como una flor abierta regada por la humedad de la mañana.
Cuando Taha fue admitido en la escuela secundaria continuó destacando, por lo que en la época de exámenes le llamaban y le encargaban pesadas labores que le ocupaban demasiado tiempo. También le daban grandes propinas para engatusarle, pues en sus almas se escondía la perversa intención de apartarle del estudio. Taha aceptaba estos trabajos porque necesitaba el dinero. Sin embargo, continuó entregándose al estudio hasta tal punto que en ocasiones pasaba uno o dos días sin dormir. Finalmente, salieron los resultados de secundaria y Taha obtuvo mejores notas que los hijos de los vecinos del edificio. Éstos, descontentos, empezaron a hablar del tema, y cuando se encontraban en el ascensor se preguntaban con sarcasmo si ya habían felicitado al portero por los sobresalientes de su hijo. Comentaban burlones que el hijo del portero pronto entraría en la Academia de Policía y saldría siendo un oficial con dos estrellas en el hombro, expresando francamente su contrariedad por ello. Aunque primero alababan el carácter y la capacidad de sacrificio de Taha, a continuación añadían en tono serio, generalizando, que los puestos de policía, administración de justicia o los cargos decisorios en general deberían restringirse a los hijos de la clase alta. Si los hijos de los porteros, los planchadores o semejantes obtenían algún poder lo utilizarían para superar su complejo de inferioridad y otros traumas psicológicos que sufren en su infancia. Terminaban su discurso maldiciendo a Abdel Nasser, quien había instaurado la enseñaza gratuita, y citaban un hadiz del Profeta, las bendiciones y la paz de Dios sean con Él: «¡No hay que educar a los hijos de la chusma!».

Alaa Al Aswany