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miércoles, 13 de diciembre de 2017

Fondo Documental Histórico de las Cortes de Aragón - Mapas



Cínico y ceniza

Llovía, no agua; llovía, no nieve: ceniza.
Era una especie de lluvia seca, que apagaba la luminosidad de las cosas y daba a las distintas horas del día cierto uniforme tono crepuscular.
Costumbre temible que habían tomado los cielos, la de cernir esos grises residuos del fuego y esparcidos, con ayuda del viento, como una oprimente melancolía general.
Miedo y perjuicio padecíamos todos: los del sur y nosotros, los del norte.
Allá, más cerca del volcán, más bien era pánico: se les desplomaban los techos, se borraban las aguadas, morían los pastos y el ganado. La gente huía.
A la búsqueda de aire puro, mi padre nos sacó de la ciudad. Quedamos instalados en una decorosa vivienda rural, dentro de unas parcelas urbanizadas, para familias medianamente acomodadas.
De la erupción del Descabezado, año 32, creía conservar solamente esos recuerdos.
La muerte de Luciano ha dado vigencia a otros.
Yo, que me considero un animal dañino, puro impulso de los sentidos; yo, negativo y negador, he regresado a recelosos pensamientos místicos.
He venido al tercer día, como estaba jurado. La inscripción, por mano de Luciano, está.
* * *
Fui al velorio. Se corrió un "¿Cómo se atreve...?", pero solapado, sin coraje.
Emilia, vestida de negro, de un negro lustroso y por consiguiente llamativo, se sorprendió de mi presencia, aunque no ingratamente (me lo comunicó su mirada).
Con mi descaro, que en el fondo algo podría admitir de transfiguración de un poco de pena, remordimiento y penitencia, me incliné sobre el vidrio ovalado para mirarlo en la caja. Estaba tal cual.
Justo lo que el cura, único que me habló, consintió en decirme: "De muerte natural". Claro, no deforma. Algo enfermizo me pareció, ya que le había mudado el color de la tez. No perfectamente "tal cual". Hasta se le habían desprendido unos mechones, lo que no era muy agradable presenciar. De todos modos, la merma de pelo podía pasar: cuestión de edad, aunque, a la de él, era temprano. Yo no podía juzgar: no lo había visto durante mucho tiempo.
El sacerdote era el mismo de la parroquia de nuestra infancia, ¡y pensar que yo suponía tan lejana la niñez...!
No me arrinconaron, en el velorio, los enconos ajenos, sino mis propias memorias: de la escuela, donde un guardapolvo blanco era Luciano; de la iglesia, a la hora de la doctrina, como si resurgiera en la yema de mis dedos el tacto de la madera sobada de los bancos.
Memorié las misteriosas conversaciones de la siesta, el pacto. "Si tenemos un alma que va a durar, si hay otra vida, el que muera primero tiene que avisarle al que quede."
"Si hay otra vida..." ¿Es que acaso dudábamos? No, si hasta nos asustaba la idea de que no hubiera, porque representaría el morir, morir de veras, cesar de gozar todo, sin compostura ni otra oportunidad. Eran desplantes -míos, yo propuse el pacto y el mensaje- copiados de mi alocado y deslumbrante tío, que los domingos venía de la ciudad, de visita, y nos dejaba cariño e influencias para toda la semana.
Yo quería sobrarlo, a Luciano. Siempre quise. (Cuando él, sin ostentación ni vanidad, me sobró en todo, en la vida, le quité por un tiempo a la mujer.)
Habíamos pronunciado otras promesas -de lealtad, de fraternidad, "por la eternidad"-, besando símbolos, sangrándonos un brazo e intercambiando nuestras sangres. Pero este voto recíproco pasaba a ser superior a todos los juramentos, porque nos remida fuera de la existencia común.
¿Cómo cumplirlo? Decidimos que tenía que ser con una inscripción en la lava. Que no era lava, sólo ceniza endurecida. Preferíamos darle ese nombre porque nos habían contado Los últimos días de Pompeya.
La ceniza se negociaba, por monedas, de puerta en puerta. Eran épocas de crisis y abundaban los menesterosos. Caía dondequiera y podría suponerse que bastaba recogerla. Sin embargo, no servía si provenía de la superficie, pues se malograba por la mezcla con tierra. Únicamente si formaba un cenizal alto, o profundo. El mejor yacimiento resultaba el relleno de un pozo, si se extraía con cuidado de no adulterarla con el polvo de las paredes.
Se le daba el uso doméstico del puloil, para limpiar metales. Pero resultaba tosca y se comprobó que gastaba los cubiertos y mellaba el filo de los cuchillos. Decayó la compra por las amas de casa y quedaron en abandono vastas depresiones de los terrenos incultos, colmados de la muerta materia venida del aire.
De impalpable que parecía cuando volaba o hacía su descenso, almacenada en las fracturas de la naturaleza se aglomeró, se apretujó entre sí, tomó espesura, se volvió compacta. Sobre su costra pareja podíamos dibujar, con palitos o estacas, nuestras quimeras y bajorrelieves. Perduraban.
* * *
He vuelto. ¿Hacía falta detenerme en casa de Luciano? No es forzosamente aquí donde debe empezar el pequeño viaje que me he propuesto. Sólo que percibo que prefiero un previo repaso. ¿De qué, de quién? ¿De Emilia o de la tendencia de mis instintos?
Me justifico ante ella, posiblemente sin que sea necesario.
-No te saludé, en el velorio. Los demás me mordían la nuca.
-También a mí.
-Sí, lo supongo.
Creo que no tenemos de qué hablar. ¿Es que realmente he venido a probarme, a veda como mujer? Tal vez. Reviven ansias mías. ¿Me las provoca Emilia o es mi apasionada carga? ¿Se da cuenta de lo que me pasa? Considero que sí. Sin embargo, después de un recargado silencio, le declaro, sin vehemencia, sin dureza, aunque con una convicción bien definida:
-Debí matarte.
La veo encogerse en el sofá. Para que no se quede tullida del susto, no me propongo aterrarla, le aclaro:
-Pasó el momento.
Esa especie de indulgencia la recompone y se anima a averiguar:
-¿Pero por qué, tanto me querías...?
La paro. Le pido que no sea lerda ni consentida. Ella me entiende. O no. No sé. Pero se aplana.
Tampoco comprende esta tentativa, que acabo de producir, de concentrar en ella la culpa de los dos. Advierto que la estoy castigando, pero no por lo anterior, como si fuera algo que ha sobrevenido y yo desconozco.
Parece que yo tendría que pensar -ante ella, dentro de esta casa- en algo más. Se me forma una ansiedad. Noto como el asedio de un enigma, que no resuelvo, ni punta le hallo.
Me he enmarañado y para cortar le anuncio: "Me voy". Ella me dice: "¿Tiene que ser así?". Yo le digo: "No hay otra manera".
Me sigue hasta la puerta. En el jardín está un perro que al llegar yo se mostró amistoso. Ahora lo tomo en cuenta. Creo reconocerlo. Me gana una onda de afecto, que viene de lejos, y cambio el talante conque me iba yendo.
Pregunto a Emilia: "¿Es aquel que...?". Emilia sabe, estoy tratando de ubicar el nombre. Es la primera simpatía que le comunico a ella esta mañana y se adelanta a servirme la respuesta, un poco triste: "Murió, hace tanto... Éste es el nieto. Se llama igual: Milo".
Me reinstalo en aquellas vacaciones, en aquel reino de la amistad y los nobles sentimientos: Milo... o Millo. Por Colmillo Blanco, nombre tan bien inventado pero tan largo, tan difícil de usar para llamar a un perro.
Al pasar, chasqueo los dedos. Lo incito: "¡Adelante, Mito!". Brinca con entusiasmo y se me pone a la par. No se atreve a sacarme ventaja porque no sabe a dónde iremos. Yo tampoco... durante unos segundos, hasta que me desprendo de la excitación que me ha creado el encuentra con Emilia y recuerdo que he vuelto porque se cumple el tercer día,
* * *
El robledal ha sido talado. Tiene que estar convertido en roperos o en ataúdes de lujo. El replante se ha hecho con la trivialidad de los álamos.
Insisto en el presentimiento de que, sin buscarla, me saldrá al paso, con su digno silencio, la capillita azul del 1700.
Milo se desmanda en cortas carreras y virajes, hocica supuestas cuevas de conejos silvestres, se frustra sin amarguras, regresa y me hace fiestas. ¿Por qué diablos me festeja? ¿Por mis perradas contra su amo?
¡Paz!, me impongo. Convierto el mandato en una acción física: me detengo, entre cierro los ojos, hago por sosegarme. No quiero enfermarme, sostengo en mi monólogo. Nada de que ahora venga la moral a encresparme los nervios... o a corroerme el alma. ¡No tengo alma, no tengo escrúpulos!
¿A dónde voy, entonces? ¿Qué pretendo demostrarme? ¿Que soy leal al amigo...? Ironizo contra mí, con una mueca.
Reanudo la marcha. El perro lo celebra. Disfruta de la travesía. Si me hace fiestas, ya comprendo, se debe a que es una bestia agradecida. No yo: carezco de gratitud y caridad. Me sorprendo aplicando estas palabras asimiladas en la clase de catecismo. Me veo vestido con el liso hábito escarlata, largo hasta los talones, y la sobrepelliz corta, blanca y almidonada; aprendiz o practicante de monaguillo, estoy de pie en una de las primeras gradas del altar, dándole con esmero el vaivén al incensario. Sonrío, sin burla.
Sin mortaja, como no sea la del silencio del campo y la fina gasa que trama la atmósfera durante el mediodía del estío, se me manifiesta el horno de ladrillos, con sus bastidores y contrafuertes, antes semisepultos-semisalidos, hoy entre gastados y derruidos... Me deja sentir que no se ha retirado de estos sitios la irrealidad que le conferimos los dos chicos. Nada más he de encontrar, seguramente, pero esto alcanza para que no haya desencanto.
Milo invade las ruinas y, ya a distancia, de verlo trotar sin altos y sin bajos deduzco que no hay depresiones, que los pozos han de haberse llenado con variedad de residuos hasta emparejarse con el nivel de los terrenos. Luego, al penetrar yo mismo por donde me ganó el perro, me entero que predomina el relleno de ceniza endurecida, poco menos que petrificada en tanto tiempo, con una cubierta miserable de polvo y hojarasca, que cualquier día es barrida por el viento y lavada por las lluvias.
Con una mano que no vacila en ensuciarse, limpio, para reconocer, en su tumba a perpetuidad, aquel aire ceniciento, ahora macizo, que aturdió mi infancia.
No he descuidado lo que vine a buscar, no creo hallar nada. Igual que si me buscara a mí mismo: empeño sin sentido.
Sin embargo, lo encuentro.
En la amplitud del cenicero, distingo un espacio que tiene la superficie despejada, no por acaso, para que se ofrezca a la vista, a mi vista, una inscripción de letra enorme que dice... lo que no consigo leer. Es que me sacude la impresión; me pongo torpe, turbio y vacilante.
El perro, ese maldito Milo, se ha puesto a corretearle por encima y me hace crecer la confusión. Quiere despabilarme, porque ha notado que no avanzo y, tal vez, se ha dado cuenta de mi gesto perdido; pero sus patas y sus uñas, en los entusiastas giros y enviones, destruyen los trazos que labraron el mensaje. Trato de ahuyentarlo y es peor, lo toma a juego.
Ya está consumado el estrago. Nada más permanecen legibles que mi nombre y dos o tres palabras, o sus restos.
Confusamente me sugieren un llamado, un pedido, un clamor. No sólo las que están a salvo, todavía, sino las que vislumbré antes de que las garrapateara el animal. En procura de sentido, asocio las más completas: "investigue" o "se investigue" y "muerte".
Pero mi atención funciona con desorden. Me extraña la quietud en que ha caído el perro. Se me ocurre, con rencor, que él traía una misión: la de impedir que yo llegara a enterarme.
Considero que debo irme. No me iré. Me ato a este lugar. Tengo que descifrar... ¿qué? ¿Lo que decía el mensaje? ¡No tanto! El hecho de que el mensaje haya existido, escrito por Luciano, que está muerto, y hallado por mí en la fecha exacta que, veinticinco años atrás, fue determinada por el pacto de dos niños. Yo he cumplido. Luciano también.
Estoy sobrecogido. No acierto a distinguir si esto que me sucede es estremecerse o enternecerse. Se me pasan por la mente las designaciones a menudo malgastadas: milagro, prodigio, más allá...
Con claridad leí "muerte". Además, me parece reconstruible "vida". ¿No son, esas palabras, aquellas de nuestro dilema precoz: la vida después de la muerte? ¿U otra vida? ¿O, puesto a idear y a desear que sea así: "Te escribo desde la muerte"?
* * *
El sobrecogimiento y el sobresalto van cediendo... noto que estoy regresando de un estado de fascinación. Noto que, por unos momentos, he gozado la aceptación de lo fantástico. Ahueco las manos, para ofrendar el agua pura de mi deslumbramiento. Noto que no idealizo, que he construido el gesto real.
Querría disfrutar sin análisis el pasaje que acabo de vivir. No puedo. Admito el misticismo con que acudí a la cita y el acopio de espiritualidad que fui poniendo en los episodios del camino.
Me aconsejo: me digo que he de tomar las cosas con realismo, que no debo descuidar esa palabra que leí nítidamente, "investigue", que puede ser "se investigue" y, junto a "muerte", serviría para armar el grave encargo: "Que se investigue mi muerte".
Sin esfuerzos imaginativos se me representa Luciano, no muy consciente de lo que le estaba ocurriendo -¿que-, palpitándose su muerte, o un peligro mortal, sin voluntad de escapar, pero sí, aunque sin mayor empeño o interés, de que alguien la hiciera pagar... Que viene y se acuerda de nuestro juramento, se deja caer hasta aquí, vaya a saber en qué condiciones penosas, y con un palo o un bastón, por si yo guardo una fibra de apego, me escribe... Elige. Me elige a mí y elige un modo.
Yo, que nunca pretendí el perdón, me siento iluminado por esa misión que teorizo y pudo ser.
No obstante... rebajo esa ilusión. Malicia una burla. Luciano me sobró. Por un rato se habrá dado el gusto. Puso el mensaje con la pretensión de hacerme creer algo sobrenatural, siquiera un instante, lo suficiente para causarme la impresión o el susto. Desde luego, lo escribió cuando estaba vivo. Quién sabe cuánto tiempo atrás. ¡Nada de ternuras, Luciano, ni tuyas ni mías; nada de aflojar la cuerda!
No alcanzan, esta hiel, este despecho, para oscurecerme una intuición.
Atravieso el predio pelado de lo que, en la realidad o en la leyenda, fue una capilla del 700, y que para mí tuvo formas y color (azul), aunque únicamente en la consistencia de la imaginación. Surco el que fue robledal y quedó apenas alameda. Desemboco en las vecindades del jardín que fue de Luciano y es de Emilia. El perro capta que aquí nuestros caminos se separan.
Recupero el auto y en la ciudad me procuro un abogado, de los de buena ley. Le cuento. Acato los pasos que propone. Me acompaña ante la Policía.
Desde ese punto nos engrana el procedimiento. Toleramos la mudez con que nos lleva y nos trae, con que funciona un vestido de civil, que es de la Brigada, puesto a escarbar el caso. Tolero que violente o roce la magia del cenizal de mi infancia.
Pero no más.
Porque cuando la autopsia revela envenenamiento paulatino, por tóxicos agregados a los alimentos, él pretende leer adentro de mi cabeza: que yo le enseñe quién.
Todavía aguanto la presión mental que me aplica el policía, no quiero quedarme a medias en saber.
Que me expliquen, él y el médico: ¿Entonces, no es verdad que, aparte de caerse el pelo, por mechones, viene la ceguera o una parálisis? El doctor me aclara que no, si las dosis resultan excesivas o precipitadas, o es débil la resistencia del organismo, porque en esos casos el proceso es rápido.
Por mi parte lo recuerdo bajo el óvalo de vidrio, con sus estropicios de la pelusa, y el de la pesquisa me instala un dato: si no sabía lo del bastón. Supongo que me está indicando que Luciano escribió el mensaje con un bastón, lo que es admisible y estuvo en mis conjeturas. Pero lo que ha averiguado y especifica es que Luciano lo precisaba porque, levemente, fue disminuyendo su facultad de usar las piernas. Hacia el final, dice, tampoco comía.
* * *
Ya se me despeja el mensaje.
Luciano fue envenenado de a poco. Calculo que cuando sintió la intensidad del daño se creyó sin salvación o realmente su organismo ya no podría recobrarse, aunque hubiera cesado de comer o vaya a saberse cómo se nutría. Quizá no descubrió exactamente qué se le estaba haciendo y prefirió someterse (por amargura y de-cepción tal vez, porque ha de haber intuido de quién venía el mal).
Se inmolaba, pero a través de esa resignación elaboró las formas de la venganza. Las imaginó sutiles, las condicionó al azar.
Él iba a sugerir que fue asesinado, pero lo haría después de morir. ¿Con una carta a la Justicia que llegara al juez cuando él estuviera en la fosa? No correspondía ese trámite al estilo del introvertido y retirado Luciano; probablemente, de considerarlo lo habría desechado por demasiado simple.
Escribiría un mensaje en la lava, donde podía permanecer un tiempo sin borrarse, y lo escribiría para una sola persona. En esta persona se daban dos condiciones que ninguna otra podía tener, respecto de él, de Luciano. La primera: estar ligados por un pacto (inocente) de sangre, que incluía un mensaje "desde más allá de la vida". La segunda: ser un amigo... pero, un amigo infiel.
En consecuencia, únicamente le importaba que funcionara su insinuación de denuncia si se producía a través del amigo desleal. ¿Por qué? ¿Para qué? Para ponerlo en la cruz: el amigo tendría que sospechar o deducir quién podía haber deslizado el veneno en la comida diaria, y asumir el terrible deber de marcarle el camino de la expiación.
Pero ese mensaje cumpliría su destino nada más que si aquel con quien se juramentó Luciano concurría a buscarlo, al yacimiento de ceniza, el tercer día, inspirado en el remoto pacto. Es decir, Luciano, alma crédula, dejaba a prueba la persistencia de un sentimiento fraterno, de un rito ingenuo, y libraba a esas casualidades la posibilidad de que se castigara el crimen.
* * *
Protesto, al pesquisante y al médico: "¿Cómo, y lo de muerte natural...? ¡No pueden haberlo enterrado sin un certificado de defunción en regla!".
-¿Usted no sabe lo que significa un certificado de favor y que aun para estos casos, con todos los riesgos, hay quienes...?
-Sí -dejo pasar.
-¿Quién pudo hacerlo? -me indaga el pesquisante.
¿Un certificado de esa clase...? Pienso en lo que haría yo mismo, si fuera médico, cierta clase de médico. Podría responder: "Un doctor que se larga por una mujer". Pero digo:
-¿El certificado? No me lo imagino.
-No quién pudo hacer el certificado, quién lo extendió se sabe porque está la firma; pregunto quién le dio el veneno.
Hasta aquí llegamos. Lo miro con cara de piedra.
Yo, cualquier cosa, menos soplón. Ni por un amigo. Total, ya está muerto. Y no hay más allá, ni, por consiguiente, castigo.
(¿No hay...?)

Antonio di Benedetto