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jueves, 15 de febrero de 2018

Alfombras

  
Su joven esposa     

Cuando John Hollis se casó con una jovencita, fue él, probablemente, el único consciente de su diferencia de edad. Sue era demasiado joven e impulsiva para ser consciente de algo así y, en cualquier caso, al principio fueron muy felices juntos. Pasado un tiempo, hubo ocasiones en las que John se preguntó si Sue repararía en algún momento en su edad. Algunas cosas simples e insignificantes, como la gente que conocían, la música con la que habían bailado o los partidos de fútbol que habían visto, le recordaban esa diferencia. «Bailas como un ganadero, querido», solía decirle, y después salía a bailar con un hombre más joven. Pero, cuando terminaba la música, ella dejaba a su pareja de baile y caminaba entre las mesas buscándolo como si fuera el único hombre en el salón lleno de humo. Siempre había sido así, al menos hasta que conoció a Rickey. Desde entonces lo que no había sido más que una vaga especulación, una aprensión para John, se convirtió en un miedo sobrecogedor, en el sentido más estricto. Esquiar, pensó, no le había provocado ese repentino sentimiento de terror y de vértigo que experimentó al observar la felicidad de Rickey y de su joven esposa mientras hablaban y fumaban en la mesa, frente a él.
Los tres estaban sentados a la mesa de un café en Belmont Park. Ni John ni Sue habían visto una carrera hasta que Rickey llegó a sus vidas a través de un contacto de negocios. Desde aquel día se les pudo ver en Belmont todos los fines de semana de la temporada, y los días de entresemana, mientras John trabajaba, Rickey solía llevar a Sue al hipódromo en coche. El interés de Sue por las carreras de caballos y su interés por Rickey, pensaba John, parecían inseparables. En una ocasión, al principio, John le había hecho un comentario a su mujer sobre lo a menudo que acudía con Rickey a las carreras. «Pero cariño, soy joven -le respondió. Había un tono petulante en su voz-. Y nunca me he divertido. Mi madre no me perdió de vista hasta que me casé contigo, y me gustaría vivir algo excitante antes de hacerme vieja».
Desde el lugar en el que se encontraban tenían una buena vista de las pistas. Rickey y Sue estaban delante de la mesa, de espaldas a John, absortos el uno en el otro, pensó; con una felicidad y un resentimiento por su presencia tan palpables como el humo de sus cigarrillos. «¿Cuál es nuestro caballo?», preguntó Sue. Era una muchacha de piel clara y cabello rubio, casi cobrizo a la luz del sol.
«El primero -dijo Rickey-. Bold Ransome. ¿No es precioso?». Se inclinó sobre la mesa para señalar su elección en el programa. Sus hombros se rozaron y John sintió que la rabia y los celos le subían de nuevo por la garganta. Observó cómo se levantaban, ajustaban sus binóculos y seguían al caballo elegido con una ternura, pensó, de padres primerizos. El clarín le hizo olvidar su rabia por un momento y se levantó para ver el campo desde abajo, cerca de la barrera. El sol primaveral era brillante y cálido y los caballos proyectaban a su paso una sombra larga y fugaz sobre el césped.

No se oía nada cuando de pronto un rugido confuso surgió de las gradas. Entonces pudieron ver la salida y el polvo que se levantaba de la pista como el humo. El caballo de Rickey iba tercero y en la curva más alejada avanzó hasta el segundo puesto. «Vamos, Bold Ransome -gritaba-. Vamos, vamos, vamos, gana, por lo que más quieras...». Pero en la segunda curva se descontroló, corriendo por la pista hasta el carril exterior, y para cuando llegaron a la recta final había perdido la velocidad y el puesto. Rickey se sentó cansado en la silla y se pasó la mano por la frente, como si le doliera la cabeza. «Es una locura -dijo-, todo esto es una locura». Había una sincera preocupación y confusión en su voz. «Nunca había perdido tanto dinero en una temporada. Si no gano pronto, no podré ir a Saratoga. No tendré suficiente para pagar la gasolina». Pero su tristeza era transitoria y, antes de que anunciaran los ganadores en el marcador, se metió el programa en el bolsillo y se levantó. Era un hombre joven, pero la intensidad y la anticipación de un apostador incorregible empezaban a adivinarse en su rostro. «Creo que voy a bajar a negociar un poco -le dijo a Sue-. ¿Quieres venir?». Continuaba pidiéndole que le acompañara de un modo informal como si fuera consciente de los derechos de propiedad de John.
«Claro -dijo ella-. Será un placer». No pudo disimular la alegría en su voz. «¿Quieres venir, John -preguntó ella con deferencia, girándose hacia su marido-? ¿Quieres venir a apostar por algún caballo?».
«No, querida -dijo John-; ya sabes que yo nunca apuesto».
«Lo sé», dijo Sue. Después recogió su bolso y sus guantes, tomó a Rickey del brazo y salieron entre las mesas en dirección a la zona de apuestas. Parece que está atado a ella con una cuerda, pensó John, invadido por el sentimiento de pérdida, incluso de dolor, que experimentó al verla alejarse.
Cuando se fueron, llamó al camarero y pidió un bocadillo y un café. Era claramente consciente de la felicidad que experimentaba su esposa sin él y no le costaba trabajo imaginársela con Rickey caminando por el prado como una pareja de jovencitos, cosa que, por otra parte, eran. Mientras le echaba azúcar al café y le daba vueltas pensó hasta qué punto aquel amor naciente ponía en peligro su mundo. Recordó que la primera vez que se dio cuenta fue la noche que volvió a casa del trabajo y se los encontró sentados, juntos, en la oscuridad del jardín, tarareando la música de baile que recordaban, melodías como Star Dust, Limehouse Blues y After You've Gone. Se quedó en la puerta, escuchando sus suaves voces, y por un instante tuvo la sensación de ser un intruso. Aquella no era la música que él recordaba. Lo único que le venía a la mente era Dardanella, y se habrían burlado de él si hubiera tratado de cantarla. Y luego estaba aquella otra noche en que dieron una fiesta a la que asistió Rickey. Cuando se fueron los invitados, Sue y John no bailaron como de costumbre ni cantaron: «Se han ido, se han ido, se han ido». En vez de eso ella se sentó tranquilamente en una silla y habló de Rickey, de las cosas que había dicho y hecho, como si su ausencia le pesara más de lo que le alegraba quedarse a solas con su marido, como si al marcharse se hubiera llevado una parte de ella, como si la vida en la que bailaban, reían y cantaban después de que se fueran los invitados hubiera llegado a su fin.
Desde aquel día comenzó a hablar de Rickey constantemente. Hablaba del fracaso de su matrimonio y de su divorcio. Hablaba de su extravagante madre, que dilapidaba su dinero de tal modo que su asignación se había reducido a una miseria, y de lo solitaria que debía de ser su vida, siempre de hotel en hotel o alojándose en casas de conocidos. «La compasión -pensó John- parece que es el origen de su afecto, pero es tan fuerte como cualquier otro sentimiento. Si sucede lo peor, me pregunto cómo me lo anunciarían». Si lo hiciera Rickey, imaginaba que entraría en el salón, erguido, como de costumbre. «He dejado los caballos -diría-. Estoy cansado de todo eso y quiero sentar la cabeza. Sue es la única persona con la que quiero hacerla. Somos felices juntos. Nos queremos. Sé que no es considerado ni honorable, pero tampoco he conocido tanta consideración ni tanto honor en mi vida como para estar dispuesto a sacrificar mi felicidad por esos principios». Pero si se lo anunciase Sue, entonces la cosa cambiaría. Puede que un día entrase en la habitación y la encontrase haciendo las maletas. «Lo siento, querido -diría-, pero estoy loca por él». Sería algo así de simple, y tendría que dejarla marchar. Al darse cuenta de lo reales e inminentes que eran sus temores, dio un golpe sobre la mesa, maldijo en voz baja y sintió cómo le ardían los ojos.

Cuando Rickey y Sue regresaron, estaban tan absortos que no repararon en su presencia.
«Ese es nuestro caballo -dijo Rickey girando ligeramente el hombro y señalando un caballo-. Ese es nuestro caballo, el número ocho. La yegua zaina con la manta verde». Nuestro caballo, pensó John, nuestra casa, nuestro coche, nuestra mujer.
En aquella ocasión competían muchos caballos. La salida se retrasó en la barrera y el público estaba cada vez más nervioso. Después surgió un rugido confuso y una mujer cerca de ellos empezó a gritar: «¡Vamos, Barfly! ¡Vamos, Barfly! ¡Vamos, Barfly! ¡Vamos, Barfly!...». Pero la mayoría de la gente permanecía en silencio, tanto que se podía oír el dulce tamborileo de los cascos sobre la pista. Después otros comenzaron también a gritar, era como un rumor de gentío acercándose, calle a calle, y Rickey chillaba: «Tarvola, Tarvola, Tarvola», y hacía gestos con el puño, como si sostuviera una fusta. Pero su caballo no ganó y, antes de que el rugido de las gradas se hubiera apagado, se sentó, llamó al camarero y pidió una copa. «Chicos, mirad a un hombre abatido», dijo levantando su copa. John notó que le temblaba la mano. «Mirad a un hombre sin un centavo. Un hombre cuyas deudas, si se pusieran una detrás de otra, sorprenderían a su propio padre. Estoy arruinado -dijo con seriedad-, completamente arruinado, acabado. Nunca antes me había pasado. He perdido dinero en otras ocasiones, pero nunca lo había perdido todo».
«Lo siento -dijo Sue-, lo siento muchísimo». Le hablaba con una ternura y una comprensión que a John le pareció lo más hermoso que jamás hubiera visto, hasta que se dio cuenta de que esos sentimientos se dirigían a otro.
«Si por lo menos tuviera algo que apostar en la próxima carrera...».
«¿Quieres que te preste algo de dinero?», le preguntó John.
«¿No te importaría?».
«En absoluto. ¿Sería suficiente con cincuenta?». 
«Perfecto. ¿Podrías apostarlo por mí? A lo mejor me trae suerte. War-Bridge. Al mejor precio».
«Por supuesto», dijo John un poco resentido. Retiró su silla y se dirigió a la zona de apuestas.
Por un momento, cuando se hubo ido, surgió aquella dulzura que solían sentir cuando los dejaban solos. 
«Estoy deprimido», dijo Rickey.
«Qué mala suerte». Su voz era suave.
«Si no fuera por ti -dijo él-, no sé lo que haría. De verdad, querida, si no fuera por ti, no sé dónde estaría mañana por la mañana. He perdido dinero antes, pero nunca lo había perdido de esta manera y, si no pudiera pensar en ti, me volvería loco. Creo que he terminado con los caballos. Esto no es bueno. Creo que quiero vivir como el resto de la gente. Quiero vivir como tú. Estoy loco por ti. Pienso en ti continuamente, cuando leo, cuando camino, cuando monto a caballo...».
Después empezó a hablar de su matrimonio y de su divorcio. La experiencia le había dejado tan resentido, decía, que nunca creyó que fuera capaz de enamorarse de nuevo, hasta que conoció a Sue. Después habló de lo cansado que estaba de vivir en hoteles y en casas de conocidos, siguiendo a los caballos por todo el país. Estaba tan absorto en su charla que apenas se levantó para ver la carrera, como si supiera de antemano que iba a perder, y, cuando su caballo llegó tercero, rió y continuó hablando de sí mismo con tristeza.
John se había ido hacía un buen rato. Ella miraba hacia la pista, así que no pudo verlo cuando regresó, pero supo que estaba cerca porque Rickey le soltó la mano.
«¿Apostaste por mi caballo?», preguntó Rickey. 
«No aposté por War-Bridge. Tuve una corazonada y aposté por Jamboree. Y ganaste». Sacó unos billetes de su bolsillo, los contó sobre la mesa. «Cien, doscientos, trescientos...».
«Pero ese dinero no es mío», dijo Rickey.
«Claro que es tuyo -dijo John con calma-. Yo nunca apuesto».
«¿Quieres decir que es mío?».
«Todo tuyo».
«Ahora van a ver -dijo Rickey retirando su silla-; Ahora van a ver».
Dobló su dinero en la siguiente carrera y ganó un poco más en la siguiente. Era la primera vez que ganaba en varias semanas y el cambio de actitud fue radical. Estaba tan absorto en su suerte que parecía no reparar ni en John ni en Sue e incluso parecía despreciar la respetabilidad que una hora antes había codiciado. Rechazó su invitación a cenar y siguió saludando a la gente cuya relación parecía haber descubierto de nuevo con sus ganancias. Cuando terminaron las carreras y salieron caminando por el césped hacia la zona de parking, sólo hablaba de Saratoga. Entonces vio a unos conocidos y dejó a John y a Sue para ir a hablar con ellos. Les tuvo esperando largo tiempo antes de girarse y gritar: «No os molestéis en esperarme. Volveré con alguien. Ah, y -dijo como si acabara de recordar algo- si no vuelvo a veros, mil gracias por todo. Habéis sido tremendamente amables. Me voy a Saratoga el jueves. Os veré en otoño. Volveré en otoño». Después retornó la conversación con sus amigos.

De vuelta a la ciudad el tráfico era denso y John y Sue hablaron poco. John dejó a Sue en la puerta, aparcó el coche y, cuando entró en el piso, la encontró en la cocina, preparándose una copa. «Me resfrié en las carreras -estaba diciéndole al cocinero-. Cogí un tremendo resfriado». Cuando vio a John le miró con algo parecido al miedo. «Pégame -dijo cuando se encontraron a solas en el salón-. Estás en tu derecho, cariño, pégame».
«No quiero pegarte», dijo él.
Se sentó, suspiró y probó su copa.
«Por suerte Rickey ganó ese dinero -dijo ella-. ¿Te das cuenta de la suerte que supone que Rickey haya ganado ese dinero?».
«Claro -dijo él-. Sé la suerte que supone que Rickey haya ganado ese dinero. Porque no lo ganó. Se lo di yo. De mi bolsillo. Y le habría dejado creer que había ganado mucho más si con ello hubiera logrado que te olvidara. Tú vales más que cualquier cantidad de dinero».
Sue dejó su vaso, caminó hacia él y, cuando la abrazó, ella se echó a llorar. Sus sollozos eran fuertes y rápidos, como la respiración de una persona cansada. Pero a él no le dolieron porque sabia que no lloraba por anhelo, miedo, arrepentimiento o dolor, ni por ninguna de esas cosas que le habrían hecho daño si hubieran sido la causa de su llanto. Sue permaneció entre sus brazos durante largo rato, llorando como una niña que descubre de nuevo su propia e inmensa alegría.

John Cheever