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viernes, 9 de marzo de 2018

Peixos del nostre Mediterrá



Bahía Esmeralda 

Barquito lindo —le susurró el pueblecito—-, cómo me gustaría que me observaras y que te quedaras rendido ante mis encantos. Ya sé que tú eres importante y yo insignificante, pero ojalá pudieras ver en mi corazón. 

Comúnmente, toda persona que, desde la costa, le veía luchar bravo contra el oleaje, sentía ese picor en los ojos, propio de la emoción, cuando agolpa gaseoso en la mirada. Y los más ancianos a sus jóvenes, al pernoctar horas después, relataban con esa tenue voz que imprime heroicidad cómo una insignificante balsa retaba al temporal henchida por la arrogancia de un cheyenne. Ya le podía envolver, una y otra vez al barquichuelo, el espumarajo blanquecino que surgía de los océanos con la rabia en que las babas de las fauces de un lobo, que su espiritu y confiado le llenaba de felicidad incluso, o debiera decirse, a causa, de estas  terribles amenazas en las que de buena voluntad se enfrascaba. 
Si las tempestades amainaban, él, que no soportaba los periodos ociosos, se las arreglaba para acudir a una nueva aventura. Y así exploraba litorales ignotos, sufría a veces accidentes devastadores, y era reparado a manos de hombres desconocidos en la mayoría de casos y con bondadosa energía, le ayudaban a reinventarse como embarcación. 
En ese año, el cuarto desde su construcción ya se había convertido en un barco pesquero resultón. Pero conozcamos sus orígenes. Fue inventado, se cuenta, por una aislada comunidad de la Patagonia con el fin de acercarse a pequeños islotes para recoger bayas y arbustos con los que destilar infusiones. Eran trayectos muy reducidos y la unión de maderas sujetas  mediante cuerda constituía simple ingeniería. Meses después se decidió forrar su barriga con aceros que repelían la humedad, pues quedó claro que la ruda resistencia que mostraba ante eventuales contratiempos le hacia merecedor de empresas de mayor envergadura, Así, lo utilizaron para más largas distancias y para más complejos menesteres. Con una  favorable venta mercantil cambio de manos. Sus nuevos tripulantes le  ensancharon la quilla y le alargaron la eslora, Pronto se revistió por completo de hierro y se le adecuó una bodega. Por esos tiempos, se presume, el barquito —poseído por una identidad propia— se quitó el bozal que lo acallaba, las correas que lo dirigían, y, con un carisma demoledor, zarpó a navegar por su cuenta, arriado únicamente de sí mismo. En los dos siguientes años, tales fueron sus hazañas, tales sus experiencias, que vio cambiada su forma en múltiples fases. Se le ahuecó el fondo en  un puerto africano, aprovechando una rotura en el bajo vientre. Le fue remachada, en poblados japoneses, una imponente polea que hacía más fácil la carga y descarga de las redes con las que pescaba. Y, de similar manera, un sinfín de reparaciones y actualizaciones le habían llevado  a la fisonomía de la que  hoy disponia. Aunque, sin embargo, fuera su esencia aguerrida lo que, allende los mares, le hacía ser reconocido.
Atendedme bien, pues esta historia, que lejos de ser un compendio marino es una lección de amor, da comienzo una mañana otoñal cualquiera en la que los colores oro y rojo, reflejados desde los árboles que dominaban los fiordos, bruñían la caldeada superficie del mar. 
Esa mañana templada, como hablo, navegaba por estas latitudes nuestro barquito, virtuoso, aplacado y tranquilo. Desprendía un aura tan jovial que aunque fondeara en un entrante de mar o se detuviera para entregar y rccoger algún polizón, imprimía siempre el efecto de estar en constante movimiento y agitación; de ser, como suele decirse deslenguadamente, un culo inquieto. Apenas hubo rebasado un agreste golfo que quedaba escondido, oyó un cantar quejumbroso, como un lamento, Viró ipso facto, presto como siempre estaba ante la aventura, y se acercó curioso hacia los sonidos que parecían originarse, con la melancolía de un fado, en unas  pocas casitas que con mucha coquetería se disponían sobre la bahía.
—Barquito lindo —le susurró el pueblecito-—, cómo me gustaría que me observaras y que te quedaras rendido ante mis encantos. Ya sé tú eres importante y yo insignificante, pero ojalá pudieras ver en mi corazón. 
El barquito se paralizó ensimismado. Oía la cantinela de las casas como perdida dentro de un sueño lejano. Y mientras esta lenta melodía le envolvía y le embriagaba, su mirada quedó atrapada entre las rieras que descendían paralelas a las viviendas y su anhelo como seducido por sus parajes. El conjunto pictórico le había dejado aturdido sublimemente. Y la disposición de las cabañas, por poner un ejemplo de ello, incrustadas en la naturaleza, le recordaban —con la sensibilidad de un bardo— el cómo se engastan los diamantes en las coronas de los reyes. 
Y a raíz de tan amorosas sensaciones, a nuestro barquito, sin ser muy consciente de ello, se le había dibujado en la expresión una mueca de estupidez, como sucede irremediablemente cuando un alma queda impregnada de otro alma. 
—Barquito lindo, ¿te quedarias a mirarme asi por siempre? ¿A llenar mis sentidos de vanidad? 
Como toda respuesta, nuestro barquito, embelesado, fondeó en la bahia. 
La primera noche que pasaron juntos, el minúsculo esquife le narró con gozo a su amada todas las azarosas andanzas que le había comportado una vida consagrada a la osadía. Y al hacerlo, no pudicron evitar, el uno como el polen y la otra como el pistilo, transmutarse él en el Tenorio y ella en Doña Inés.
Se sucediron después los dias y el bote pesquero permanecía quedo, mecido por la suave marea, protegido de hundirse por su dios, Arquímedes, y de encallar contra los arrecifes por su querido estuario, a quien el barquito había bautizado como Bahía Esmeralda. 
Ciertamente, en las primeras semanas, hubo días en que se le paso por la cabeza abandonar tal paz y escapar del embrujo en busca de nuevos retos. Pero en todas esas ocasiones, y aunque a veces amagaba con desaparecer tras la puntita del cabo, siempre orientando la proa hacia su amada  Esmeralda.
Al calor de tan constante amante, Esmeralda, que se acicalaba tanto, no tardó en experimentar pequeñas mejoras. Los arrabales se convirtieron en callecitas, y las cabañas de madera en refinadas casitas. La población aumentó por el efecto de la felicidad de las gentes, y de quince viviendas pasó al centenar casi sin esfuerzo. Ornamentó su plazoleta y le lavó la cara a su menguado astillero. Algún que otro turista, incluso, apareció  despistado, atraido por su hermosura. 
Y era inmenso el placer que explosionaba en el barquito. Su enamorada, que antes ya era guapa, ahora multiplicaba su beldad; y no lejos de provocarle este hecho un desánimo abrumador, le producía en cambio el mismo placentero influjo que cuentan que estampa la luna. No en vano, al sentirse el barquito el guardián de su esencia por haberla conocido cuando apenas gateaba, se otorgó a sí mismo el inmenso poder del protector.

Un día, sin embargo, con el otoño ya vencido, le pareció oir los motores de otra embarcación, y, simultáneamente, aquellos cantos de sirena que reconocía del pasado. El barco, un pesquero como él pero mucho más capaz y vigoroso, se acercó presuntuosamente hasta que se detuvo, en el golfo, aún más cerca de Esmeralda que nuestro bote.
—Que bella bahía! —expresó pomposamente, mientras la amura de su casco empujaba con insolencia el estribor del barquito. Y regodeándose de ello, y alejándole al pobre por el efecto de la marea había originado, prosiguió en sus apreciaciones—. ¡Y tiene un astillero nada desdeñable! ¡Podría amarrar aquí y descansar unas jornadas! 
—¡Se llama Esmeralda! —dijo el barquito, molesto—. Y no creo que te quiera aquí, con nosotros.
Pero Esmeralda, como la mujer hermosa que era, recriminó al barquito su comentario. Por supuesto que le agradaba tener otro admirador. Además, la envergadura del nuevo bajel y las capacidades de su pesca no podían por menos que hacerla crecer y evolucionar. Y, de hecho, asi sucedió; en cuestión de semanas adecuó su muelle para el pcsqucro fortachón y se dejó mimar por el recién llegado. 
Nuestro barquito, que entendía nada podía hacer, continuó agazapado a la sombra del otro, observando las bellezad cada vez más evidentes de Su pequeña ciudad. Había ésta, engrandecido las calles, construido puentecitos rústicos y, como una colmena que repleta de miel seduce a los oseznos, atraído a cientos de extranjeros que permanecian durante dias cautivados entre tanto primor. En cuanto a él, nuestro pobre navío, una dolencia indefinida le recorría por las cuadernas desde la quilla hasta la cubierta. Un bisbiseo doloroso que sólo podía derivarse de la frustración.
Con el tiempo, corrió de boca en boca el encanto de Bahía Esmeralda. Al gran pesquero le sucedieron otros de mayor calado y, a estos otros, les siguió un buque mercante con engreidas ínfulas de donaire. Cada nueva flamante embarcación que en ella amarraba le recitaba, al modo de los juglares, sus épicas proezas. Algunas de ellas, aunque engordadas, hablaban de temibles monstruos marinos o de gigantescas tempestades. En cualquier caso, no había ningún aspecto con el que nuestro barquichuelo, ocupado por años en amarla, pudiera competir.
Poco despùés se corrió la voz que desde Europa iba a proyectarse un crucero que haría escala en ella. La ciudad se había puesto inmensa sin perder, al revés, ni un ápice de picardía. Los ojos del barquito, que la observaban a veces de soslayo entre la flota que la pretendía, solo habían podido crecer en adoración hacia ella, prisioneros de las sensaciones que obtuvieron de su esencia en el primer día. Ahora, grandes avenidas  surcaban por encima de otros paseos, edificios majestuosos, un muelle deportivo, y su economía disparada. Los humanos —torpes como de costumbre— la habían rebautizado con un nombre refulgente: Golden City Pero para el barquito continuaba siendo su Bahia Esmeralda. 
Diez años habian transcurrido desde que el barquito fondeara en cuando ésta habló con cierta tristeza.
—Barquito, debes abandonarme ahora. Mi categoria no me permite acogerte y he de generar espacio para nuevas construcciones. He sido muy feliz teniéndote aquí, pero ya es hora de separar caminos. 
Es inimaginable el ahogo que, por dicha observación, presionó en sus minusculas paredes. Cualquier elemento de su estructura se doblaba como uno de esos modernos submarinos a bajas profundidades. Y el casco hacía un ruido un espantoso, como conteniendo un esfuerzo para no volar en mil pedazos.
—¿Pero por qué me haces esto? Yo te quiero tal y como eres... ¿Tú?... ¿Tú... no  me quieres ya?
—¡Pero, barquito, yo he evolucionado y tú no! No es culpa mía que no hayamos crecido a la par. El amor es así. 
Quiso toscamente entonces el barquito reclamar sus derechos. Se enojó muchísimo con él mismo y se sintió tan perdido como en una noche sin estrellas. Trataba de convencer  a su fastuosa querida de cuál era su aguerrida naturaleza; de cómo él había sido tan bravo y tan aventurero como los demás. Pero, vencido, se sumía cada vez más en la desesperación al comprender que sus palabras no causaban efecto alguno, más que el de lástima. 
— Te odio —le dijo sin creérselo. 
—¿Y qué culpa tengo yo si reluzco como Atenas y me pretenden transatlánticos esplendorosos? ¿Me aborreces porque nuestros destinos tienen que divergir? ¿Qué clase de amor, nada generoso, es éste que me profesas? 
Dos rudas embarcaciones de mercancías que en ese día se encontraban, amonestaron al pequeño pesquero por su obstinación. Le conminaron a marcharse urgentemente para dejar de hacer el ridículo. Y le vocearon bravatas despectivas que apuñalaron el corazoncito del bajel, desangrándolo en el acto, al no ser recriminadas por su amor.
—Te odio porque, aunque a mí se me olvidó seguir siendo yo mismo, nómada, valiente, trotamundos y aprendiz, sabiéndolo tú, fuiste incapaz de decirme que me marchara para crecer. 
Y dicho esto, que congcló por unos segundos la altivez de Bahia Esmcralda, puso el barquito proa hacia el océano, y abatido por un tormento insufrible, se alejó, moribundo, entre los arrecifes. 
—Barquito..., barquito mío..., no te vayas así... 
Pero el barquito ya se había ido, cayendo además en la cuenta, con una asfixia que le oprimía el ánimo, de que Esmeralda ni siquiera tenía un nombre para él. 

¿Quién sostiene que no sucedió esta historia en esos remotos puntos del planeta donde en las aguas meten pie las montañas? ¿No es esa la convergencia mágica a la cuál llamamos litoral? ¿Un hacerse el amor? ¿Con delicadeza unas veces o ferozmente en otros casos? ¿Pero, en definitiva, como digo, un hacerse el amor? 

Enri Gourvennec