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domingo, 30 de noviembre de 2014

Biblioteca de Grado







                      

                    






 

Un famoso ardid

Por razones que no nos han sido transmitidas, o más bien que varían se­gún los países donde se cuenta esta historia, un joven llamado Hasan se encontraba en disposición de casarse con la hija única de un sultán.
Antes (los dos hombres se habían puesto de acuerdo respecto a este punto para dejar un sitio al destino) tenía que elegir entre dos trozos de papel plegados: en uno debía estar escrita la palabra «vida», en ese caso se celebraría el matrimonio; en el otro papel figuraría la palabra «muer­te», y en ese caso al pretendiente le cortarían la cabeza al instante.
A pesar de aquel acuerdo, que Hasan firmó sin dudar, el sultán se desesperaba. Se decía: hay una posibilidad entre dos de que pierda a mi hija y una parte de mi fortuna en beneficio de un pobre desconocido. Una posibilidad entre dos. El riesgo es grande, se repetía el sultán. En otros momentos pensaba: ¿qué consecuencias podría acarrearme la muer­te de ese joven?
Informó de su preocupación a su gran visir, un hombre carente de escrúpulos, y este le aconsejó, como algo natural y bastante corriente, según él, que escribieran la palabra «muerte» en ambos papeles. De ese modo desaparecía cualquier peligro.
El sultán se dejó convencer fácilmente.
Por suerte para él, Hasan estaba dotado de una inteligencia muy despierta. Había reflexionado sobre la propuesta del sultán y, en cierto modo, previó la trampa que le tendían.
Cuando llegó el día de la elección, entró con una sonrisa en la sala donde lo aguardaba el sultán, el visir, la corte entera y un verdugo arma­do con un sable muy largo que descansaba sobre un tajo.
Hasan se adelantó. Un sirviente le presentó los dos trozos de papel plegados. Sin dudar ni un instante, cogió uno, lo enrolló entre los dedos, se lo metió en la boca y se lo tragó.
-¿Qué has hecho? -gritó el sultán-. ¿Por qué te has comido el papel?
-He hecho mi elección -respondió Hasan- y me la he tragado.
Si quieres saber cuál es mi destino, abre el segundo papel.
El segundo papel, naturalmente, contenía la palabra «muerte». Hu­bo que deducir, pues, que Hasan había elegido y tragado la vida. El sul­tán no podía sino admitirlo y concederle la mano de su hija.
El ardid de Hasan es una de las astucias que los hombres han inven­tado para atrapar a la suerte en sus propias redes y poner la inteligencia, cueste lo que cueste, por encima del azar.

Jean-Claude Carrière - El círculo de los mentirosos

viernes, 28 de noviembre de 2014

Titelles Guinyol Didó




Cicco Petrillo

Había una vez un matrimonio que tenía una hija y le habían encontrado marido. El día de la boda estaban invitados todos los parientes, y después de la ceremonia se sentaron a la mesa. En medio del banquete se quedaron sin vino. El padre dijo a la hija recién casada:
-Baja a la bodega a buscar más vino.
La recién casada baja a la bodega, pone la botella debajo del tonel, abre la espita y espera a que la botella se llene. Mientras esperaba, se puso a pensar: «Hoy me he casado, dentro de nueve meses me nacerá un hijo, lo llamaré Cicco Petrillo, lo vestiré, lo calzaré, crecerá... ¿y si Cicco Petrillo después se me muere? ¡Ay, pobre hijo mío!». Y rompió a llorar desconsolada.
La espita había quedado abierta y el vino se derramaba por la bodega. Los que estaban en el banquete, espera que te espera; pero la novia no aparecía. El padre dijo a su mujer:
-Baja a la bodega a ver si a aquélla le ha dado por dormirse.
La madre fue a la bodega y encontró a su hija llorando a cántaros.
-¿Qué has hecho, hija? ¿Qué te ha pasado?
-Ah, madre mía, estaba pensando que hoy me he casado, en nueve meses tendré un hijo y le pondré Cicco Petrillo; ¿y si Cicco Petrillo después se me muere?
-¡Ay, mi pobre nieto!
-¡Ay, mi pobre hijo!
Y las dos mujeres rompieron a llorar.
La bodega, entre tanto, se inundaba de vino. Los que se habían quedado a la mesa, espera que te espera; pero el vino no llegaba.
-Les habrá pasado algo a las dos -dijo el padre-. Mejor voy a echar una ojeada.
Fue a la bodega y encontró a las dos mujeres llorando como criaturas.
-¿Pero qué diablos os pasa? -preguntó.                                               
-¡Ah, hombre, si supieras! Estamos pensando que ahora esta hija nuestra se casó, y muy prontito nos dará un nieto, y a este nieto le vamos a poner Cicco Petrillo; ¿y si Cicco Petrillo se nos muere?
-¡Ah! -gritó el padre-. ¡Pobre Cicco Petrillo!
Y los tres se pusieron a llorar en medio del vino.
El novio, al ver que nadie volvía, dijo:
-¿Pero qué diablos estarán haciendo ahí abajo? Vamos a ver qué pasa.
Y bajó.
-¿Pero qué os ha pasado que estáis llorando? -preguntó al oír ese gimoteo.
Y la novia:
-¡Ay si supieras! Estábamos pensando que ahora acabamos de casarnos,­ y tendremos un hijo y le pondremos Cicco Petrillo. ¿Y si Cicco Petrillo se nos muere?
El novio al principio se quedo mirándolos por si se trataba de una broma, pero cuando entendió que le hablaban en serio perdió los estribos y empezó a dar gritos:
-Que erais un poco tontos -dice-, eso me lo imaginaba, pero hasta tal punto -dice-, la verdad, no me lo suponía. Y ahora -dice-, ¿tengo que perder mi tiempo con estos imbéciles? ¡Pero qué esperanza! -dice-. Me voy y se acabó. ¡Sí, señor! -dice-. Y en cuanto a ti, querida mía, quédate tranquila que no me verás nunca más. ¡A menos que llegara a encontrarme con tres locos peores que vosotros! -dice, y se va. Salió de la casa y ni siquiera se volvió para saludar.
Caminó hasta un río, donde había un hombre que quería descargar avellanas de una barca con ayuda de una horquilla.
-¿Qué haces con esa horquilla, buen hombre?
-Hace rato que lo intento, pero no logro levantar ni una.
-Pero hombre, ¿por qué no pruebas con la pala?
-¿Con la pala? Claro, ni se me había ocurrido.
«¡Vaya otro!, piensa el novio. «Éste es todavía más bestia que toda la familia de mi mujer.»
Caminó hasta llegar a otro río. Había un campesino que se afanaba por dar de beber a dos bueyes con una cuchara.
-¿Pero qué estás haciendo?
-¡Ya llevo tres horas y todavía no logro calmar la sed a estas bestias!
-¿Y por qué no les dejas meter el hocico en el agua?
-¿El hocico? Ah, es cierto. No se me había ocurrido.
-«¡Y van dos!», se dijo el novio, y siguió su camino.
Caminó hasta que en la copa de una morera vio una mujer que sos­tenía con las manos un par de calzoncillos.
-¿Que haces ahí, buena mujer?
-¡Oh, si supieras! -le respondió-. Mi marido murió y el cura me dijo que subió al Paraíso. Yo estoy esperando que vuelva a bajar y se meta de nuevo en sus pantalones.
«¡Y con ésta tres!», pensó el novio. «Me parece que no encuentro sino gente más tonta que mi mujer. ¡Mejor que me vuelva a casa!»
Así lo hizo y se sintió contento, pues bien se dice que en el país de los ciegos el tuerto es el rey.        

Italo Calvino Cuentos populares italianos (Roma)


El texto atribuido en las redes a Gabriel García Márquez, fue escrito al parecer por el ventrílocuo mexicano Johnny Welch, como parte del show de su marioneta "El Mofles".

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Bibliotecas



9 de julio. - Es incontable el número de personas que piensan que no se han de morir nunca, que están abso­lutamente seguras -en virtud de la seguridad incons­ciente, que es la más fuerte- de quedarse para siempre en esta tierra. Casi todo el mundo, quizá todo el mundo. El hombre no está construido para pensar en la muerte. No solamente no piensa que ha de morir, sino que -si por azar lo piensa- lo encuentra inconcebible.
Cada día pasa ante nuestros ojos uno u otro entierro.
Lo encontramos natural. Es decir: encontramos na­tural que los otros se mueran; absurdo que, personal­mente, la muerte nos golpee. En virtud de este curioso fenómeno defensivo, la capacidad racional del hombre se encuentra permanentemente minimizada por esta amnesia. Vivir implica una capacidad racional limita­da, incompleta. Así, la razón humana, abstraída de la presencia de la muerte, se convierte en lo que exacta­mente es: un puro juego pedante. En todo aquello, en cambio, que es inaccesible a la proyección de la muerte -en el sistema de las constataciones de la matemática, por ejemplo- la razón juega un gran papel y sus cons­trucciones parecen marmóreas y definitivas.
Me ha gustado siempre convivir con personas de más edad que la que reza en mi fe de bautismo. Los jó­venes de mi edad me han aburrido siempre. No he con­seguido nunca hacer el menor caso a algún condiscípu­lo mío. Todos mis amigos me aventajan, al menos, en quince años. Esto me ha llevado a ver de cerca algunas cosas. Casi todos los errores que he visto cometer a mis amigos han tenido por origen la creencia de que habían de vivir siempre. Y al contrario: casi todos sus aciertos han sido producidos por la misma ilusión, por idéntica fantasmagoría.
La creencia individual en la permanencia física en esta tierra es el motor de las acciones de los hombres y de las mujeres. La posibilidad de que estas acciones acaben en fracaso o acaben en éxito apenas se plantea. Nuestro organismo vive cegado por la ilusión de la permanencia física. Lo que los observadores y naturalistas presentan como móviles de las acciones humanas -el dinero, la sensualidad, el vientre- son las formas externas de una vanidad más profunda: la ilusión de permanecer.
Los idealistas postulan el hambre de inmortalidad de nuestro espíritu como una realidad viva. En la prác­tica, este sentimiento apenas lo comprende nadie y muy poca gente lo obedece. No podría ser de otra manera, cegados como estamos por la ilusión de que personal­mente somos indestructibles. Es decir: la ilusión de la inmortalidad del espíritu se hace, en general, mucho más difícil de entender que la ilusión de la inmortalidad de la materia individualizada y concreta. El espectáculo del mundo nos lleva, en cada momento, a constatar nuestra propia destrucción. Pero no lo creemos. No es que la naturaleza se esconda a nuestros ojos: son nues­tros ojos los que se cierran ante la naturaleza. Somos nosotros los que nos ocultamos -puerilmente.
Ahora bien: sin la creencia en que no moriremos nunca, ¿qué habría en este mundo? Habría una vida átona, pasiva, incierta. En virtud de aquella ilusión, el hombre acomete las cosas más absurdas, las más enor­mes y dolorosas empresas. Algunos, los avaros, por ejemplo, llevan una vida de perros, pensando que vivi­rán siempre. Sea como sea, este espejismo es enorme­mente positivo. El hecho de que el hombre pueda apli­car el cálculo a muchas de sus acciones superficiales y no lo pueda aplicar a sus profundas locuras, es, desde el punto de vista general, un gran bien.
Cuando las facultades literarias creadoras se le oscu­recieron, Tolstoi escribió el Diario, que es un documento elaborado con la obsesión de la presencia de la muerte. Parece que él solía escribir de noche. Después de haber anotado lo que la jornada le había dado de sí, el escritor cerraba su escrito añadiendo la fecha del día siguiente seguida de las tres iniciales que en ruso corresponden a las tres letras: s.m.v., o sea: si mañana vivo. No seré yo, después de lo que acabo de escribir, quien encuentre esta obsesión incomprensible. Lo único que digo es que es una obsesión inútil, insoportable, horrible.
Josep Pla - El cuaderno gris


Cuarteta
  
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur,
muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?

Jorge Luis Borges - Del Diván de Almotásim el Magrebí (siglo XII)

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Joan Martí

lunes, 24 de noviembre de 2014

Y la sal? ... (Valle Salado de Añana)



El Valle Salado de la localidad alavesa de Añana es actualmente uno de los paisajes culturales más espectaculares y mejor conservados de Europa. Su valor no radica únicamente en su particular arquitectura o en sus más de 1.200 años documentados de historia, ni siquiera en sus características geológicas, su biodiversidad o en sus valores paisajísticos, sino en la unión en perfecta armonía de todo ello en un contexto privilegiado.
En la villa más antigua de Álava, y en lo que hace 200 millones de años fueron las aguas de un vasto mar, se levanta el valle Salado de Salinas de Añana. Un soberbio paisaje cultural (monumento) al aire libre formado por más de 5000 eras: plataformas sobre las que se vierte la muera -agua salada- para la obtención de sal por evaporación solar. Una peculiar y extensa red de canales de madera distribuye el agua hasta los puntos más recónditos del Valle Salado.


“El oro viene del sur, la sal del norte
y el dinero del país del hombre blanco,
pero los cuentos maravillosos
y la palabra de Dios
sólo se encuentran en Tombuctú.”

Poema árabe del siglo XIII.

[MALÍ]

Tras veinticinco días, llegamos a Tagázá, una aldea sin cultivos y cuya singularidad consiste en que sus casas y mezquita estén edificadas con pedruscos de sal gema, mientras los techos son cueros de camello. El suelo es arenoso, sin árboles. Hay allá una mina de sal, en la que se encuentran, excavando, enormes placas de sal superpuestas, como si hubieran sido labradas y luego amontonadas bajo tierra. Un camello sólo alcanza a transportar dos de estas placas.
En el lugar no habitan más que los esclavos de los Massüfa, que trabajan en la mina de sal y se alimentan con dátiles traídos del Draa [Dar´a] y Siyilmása, de la carne de los camellos y del anli [mijo] proveniente del Sudán. Los negros, procedentes de su país, llegan hasta aquí para trocar mijo por sal y una carga de este producto, en Iwálátan, se vende entre ocho y diez meticales de oro, pero en la ciudad de Mállí [Malí] sube a veinte, treinta y hasta cuarenta meticales. Los negros se sirven de la sal como moneda, igual que si fuera oro o plata, la cortan en pedazos y con ella negocian. Pese a su escasa importancia, en Tagázá se cierran tratos por muchísimos quintales de oro en polvo. Allí pasamos diez días entre grandes rigores, porque su agua es salobre y es el lugar con más moscas que he visto. En él se hace acopio de agua para entrar en el desierto que hay a continuación y que se extiende a lo largo de diez jornadas de marcha, sin aguadas, a no ser raramente. Sin embargo, nosotros encontramos agua en abundancia en charcas que las lluvias formaran. Cierto día dimos con un estanque natural, entre dos colinas rocosas, cuya agua era dulce y con la que nos hartamos y lavamos nuestras ropas. En este desierto abundan las trufas y los piojos hasta el punto de que la gente se coloca en el cuello hilos con azogue que los matan.
Ibn Battuta - A través del Islam

sábado, 22 de noviembre de 2014

Especias

















A. A. y W. C.

Londres, 3 agosto

Salgo de un inmenso restaurante de lujo. ¡Horrible!
Nada más repugnante que todas aquellas bocas que se abren, que aquellos millares de dientes que mastican. Los ojos atentos, ávidos, brillantes; las  mandíbulas que se contraen y se mueven; las mejillas que, poco a poco, se vuelven encarnadas... La existencia de los comedores públicos es la prueba máxima de que el hombre no ha salido todavía de la fase animalesca. Esta falta de vergüenza, hasta en aquellos que se creen nobles, refinados, espirituales, me espanta. El hecho de que la mente humana no ha asociado todavía la manducación y la defecación, demuestra nuestra grosera insensibilidad. Sólo algunos monarcas de Oriente y los Papas de Roma han llegado a comprender la necesidad de no tener testigos en uno de los momentos más penosos de la servidumbre corporal, y comen solos, como deberíamos hacer todos. 
Llegará un tiempo en que causará estupefacción nuestra costumbre de comer en compañía - ¡al aire libre y en presencia de extraños! -, como hoy sentimos disgusto al leer que Diógenes, el cínico, satisfacía en medio de la plaza sus más inmundos instintos. La necesidad de engullir fragmentos de plantas y de animales para no morir, es una de las peores humillaciones de nuestra vida, uno de los más torpes signos de nuestra subordinación a la tierra y a la muerte. ¡Y en vez de satisfacerla en secreto, la consideramos como una fiesta, hacemos de ella una ceremonia visible, la ofrecemos como espectáculo cotidiano, con la indiferencia de los brutos!
En mi caso, en el Nuevo Partenón, he suprimido desde hace tiempo la costumbre cuaternaria de las comidas en común. En los corredores hay puertas cerradas con un cartelito encima donde aparecen las dos letras A.A. Todos los huéspedes saben que allí dentro, a cualquier hora, se halla comida y bebida. Son cuartitos pequeños, pero luminosos, con una sola mesa y una silla única. El que tiene hambre va allí dentro y se encierra. Cuando se ha saciado sale, sin ser visto, y vuelve a sus ocupaciones o a su vagar. Camareros encargados de aquel servicio visitan algunas veces al día aquellos gabinetes, hacen desaparecer los platos sucios y proveen de alimentos bien preparados que se mantienen calientes durante muchas horas. En la proximidad de cada cabina de alimentación hay un water-closet con los últimos perfeccionamientos higiénicos.
¿Dentro de cuántos siglos será adoptado mi sistema en todas las moradas de los hombres?
G. Papini - Gog

jueves, 20 de noviembre de 2014

Si quieres las tomas...


Finalmente, hacían su aparición, por en medio de la emocionada muchedumbre, dos hombres que transportaban el arroz y la carne en una especie de gran fuente de cobre o profundo barreño, de cinco pies de ancho, a modo de un gran brasero de un solo pie. En toda la tribu sólo había una fuente de semejante tamaño, y por su borde podía leerse cincelada en floridos caracteres árabes esta inscripción: «A la gloria de Dios, y confiando en su última misericordia, la propiedad de su pobre suplicante, Auda abu Tayi.» Cada anfitrión que debía agasajarnos se la pedía prestada; y como mi cerebro y mi cuerpo acelerados me producían insomnio, desde mis mantas veía yo bajo la primera luz cómo cruzaba el campo la famosa fuente en una u otra dirección, averiguando por su meta dónde íbamos a comer aquel día.
El cuenco aparecía lleno hasta los bordes, formando el blanco arroz en torno una orla de un pie de ancho y seis pulgadas de profundidad, que encerraba patas y costillas de carnero hasta rebosar. Se necesitaban dos o tres víctimas para formar un centro piramidal de carne a la altura de lo que prescribía la etiqueta. Las piezas del centro eran las cabezas hervidas, sostenidas verticalmente sobre sus degollados cuellos, de modo que las orejas, marronáceas como hojas secas, sobresalían sobre la orla de arroz. Las mandíbulas abiertas hacia arriba dejaban ver el interior de la garganta junto con la lengua, aún rosada, que colgaba sobre los dientes inferiores, y sus blancos incisivos daban a la pirámide una blanca corona, que sobresalía ampliamente sobre los pelos del morro y los labios, que parecían abrirse en una negra mueca de burla.
Todo este montón de carne y arroz era depositado sobre el suelo en el espacio vacío que había ante nosotros, donde quedaba humeando, mientras una procesión de ayudantes aparecía llevando las pequeñas ollas y sartenes de cobre donde se había efectuado el asado. De ellas, y ayudándose con descascarillados cuencos de peltre, sacaban y colocaban sobre la fuente principal el interior y el exterior de la oveja; pequeños trozos de amarillo intestino, blancos trozos de unto de la cola, marronáceos músculos y brillosos trozos de piel, todo ello nadando en la manteca líquida y la grasa del cocimiento. Los circunstantes observaban con ansiedad, musitando exclamaciones cuando sobrenadaba algún trozo jugoso.
La grasa quemaba. De vez en cuando alguno de los ayudantes dejaba caer su correspondiente asa con una exclamación, y se introducía sin la menor vacilación los dedos en la boca para enfriárselos; pero seguían con su faena, hasta que sus cucharones empezaban a resonar en el fondo de las perolas, y con un gesto de triunfo rescataban intactos los hígados de un escondite en el fondo, y coronaban con ellos las bostezantes mandíbulas.
Entre dos levantaban cada olla y la inclinaban, dejando caer el líquido sobre la carne, hasta que el cráter de arroz quedaba colmado, y los granos sueltos de los bordes nadaban en la abundancia; y aún seguían vertiéndolo, hasta que, en medio de gritos de asombro de todos, resbalaba sobre los bordes, y formaba un pequeño charco sobre el polvo. Era el toque final de derroche, y el momento señalado para que el anfitrión nos llamara a comer.
Fingíamos nosotros no haber oído, como exigían las buenas maneras; finalmente lo oíamos y nos mirábamos con sorpresa entre nosotros, urgiéndonos unos a otros a acudir los primeros; Nasir se alzaba tímidamente, y tras él íbamos todos a hincar una rodilla en torno a la fuente, arracimándonos y apretujándonos los veintidós para los que apenas había espacio en torno a la comida. Nos remangábamos las mangas hasta el codo, y precedidos por Nasir con un «En nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo», empezábamos a meter todos los dedos a la vez.
Yo era siempre cauto, ya que la grasa líquida estaba tan caliente para mis inhabituados dedos que raramente podía resistirla, así que me dedicaba a jugar con algún trozo de carne que sobresaliera y estuviera más frío, hasta que las excavaciones de los demás me permitían recoger una porción de arroz. Podíamos amasar entre los dedos (con tal de no emplear las palmas) buenas bolas de arroz y grasa, o hígado y carne, suavemente apelmazadas, y llevárnoslas con ayuda del pulgar y el índice doblado hasta la boca. Con la habilidad precisa y el amasado correcto la albóndiga se desprendía limpiamente de la mano; pero, cuando un exceso de manteca y fragmentos sueltos quedaban pegados a los dedos, había que lamerlos cuidadosamente para que el siguiente intento se desprendiera con mayor facilidad.
Según la pila de carne iba consumiéndose (nadie se preocupaba por el arroz: el lujo era la carne) uno de los principales howeitat que comía con nosotros sacaba su daga, con empuñadura de plata incrustada de turquesas, pieza firmada por Mohammed ibn Zari, de Yauf, y empezaba a cortar la carne de los huesos más largos en grandes tacos fáciles de arrancar con los dedos, ya que era necesario asarla muy tierna, para poder cogerla fácilmente con la mano derecha, que es la única honorable.
Nuestro anfitrión se mantenía en pie cerca del círculo, animando a todos a comer con piadosas expresiones. A toda velocidad masticábamos, arrancábamos, cortábamos y tragábamos, sin pararnos siquiera a hablar, ya que la conversación podía resultar un insulto para la calidad de la comida, aunque era educado sonreír a modo de gracias cuando algún huésped amigo pasaba un trozo escogido, o cuando Mohammed el Dheilan con toda gravedad alcanzaba algún hueso mondo con una bendición. En tales ocasiones solía yo devolver el cumplido con algún intragable y espantoso montón de tripas, ligereza que era muy del gusto de los howeitat, pero que el grave y aristocrático Nasir veía con desaprobación.
Al cabo algunos quedábamos casi hartos, y empezábamos a jugar y a escarbarnos los dientes, mirando a uno y otro lado, hasta que el resto dejaba al fin de comer, el codo sobre la rodilla, la mano colgando de la muñeca sobre la fuente para escurrirla mientras grasas, manteca y granos sueltos de arroz empezaban a coagularse en forma de una masa blanca que dejaba los dedos pegados. Cuando todos habían dejado ya de comer, Nasir se aclaraba significativamente la garganta, y todos nos levantábamos apresuradamente con un: «¡Dios te lo premie, oh anfitrión!», para ir a agruparnos entre los vientos de las tiendas, mientras los siguientes veinte huéspedes heredaban nuestros restos.

T. H. Lawrence - Los siete pilares de la sabiduría

¡Bueno, ya estábamos sentados alrededor del cordero! Cogí el tenedor y el cuchillo que me ofrecían, y me dispuse a trinchar el pedazo de carne más próximo. Me costaba trabajo, la mesita era demasiado baja, y también lo era el asiento: hundido en él, los codos me tropezaban con las rodillas. Además, yo no tenía ganas: era temprano, el cordero estaba ya frío, se había solidificado la grasa en espesos pegotes sobre la fuente, y, a decir verdad, los tendones, los tejidos amarillentos, la piel reseca, no hacían demasiado apetitosa aquella masa negruzca de carne. A mí se me resistía, a decir verdad. Y era sobre todo la cabeza, ahí en el centro de la fuente, con el hueco del ojo vaciado y la risa de los descarnados dientes, lo que más me quitaba el apetito. Pero ¿cómo rehusar al convite? Me ayudaría —pensé— con el arroz blanco, por más que, según pude comprobar apenas me llevé un poco a la boca, estaba todo impregnado de la misma grasa. Haciendo de tripas corazón, y demorándome cuanto podía en cada bocado, me atuve al deber de no desairarles el festín, mientras ellos, por su parte, se aplicaban al cordero con un placer que no admitía disimulo.

Francisco Ayala - La cabeza del cordero

martes, 18 de noviembre de 2014

Vilanova i la Geltrú - Cuina marinera





La pobre mesa, la frugal comida  

Cuando volvías de fuera, después de una larga au­sencia, y al saludarte las mujeres en la calle te decían «¡qué gordo estás!», había que recibirlo como el mayor elogio, el reconocimiento de que no habías fracasado y te iba bien. La gordura era una señal de distinción, una demostración de poderío económico, una prueba de que no trabajabas mucho y comías bien. Esto valía para hom­bres y mujeres. Una moza rolliza y lozana era una ben­dición, una criatura hermosa que despertaba a su paso miradas de admiración y de deseo.
En el pueblo todos estaban flacos, enjutos, con las carnes apretadas. Ni uno solo de aquellos campesinos, que yo recuerde, podía presumir de curva de la felicidad. Es verdad que el trabajo del campo era duro y desgastaba mucho. Para ellos sólo el trabajo físico, el que hacía sudar, encallecía las manos y dejaba desriñonado, se podía con­siderar propiamente trabajo. Lo otro era cosa de señori­tos, que habían tenido más suerte en la vida, lo que les permitía echar barriga. Pero también influía, sin duda, en aquella magra delgadez la pobre mesa, la frugal comida.
Por entonces comían todos en la misma cazuela o escudilla. Se sentaba la familia en torno a la mesa de la cocina, una mesa sin mantel, colocada cerca del hogaril y cubierta de un hule gastado. Cada cual metía por su lado la cuchara en la comida humeante, en el gazpacho o en la sopa fría de leche con un ritmo homogéneo hasta que se acababa el humilde festín. Nunca sobraba nada, siempre se apuraba todo. Los gatos, que ronroneaban al­rededor, recibían su ración en el suelo, y los huesos eran para los perros con algunos pequeños trozos de pan so­brantes.
Durante la comida había que espabilar y no hablar demasiado si no querías quedarte a dos velas. «Oveja que bala, bocado que pierde», era el consejo habitual en aquella tierra de pastores cuando uno de los comensales se mostraba demasiado locuaz. No molestaba sorber la cuchara, pero estaba muy mal visto cantar en la mesa. «El que canta en la mesa, tarde asesa», saltaba inmedia­tamente la abuela. Se servía directamente del fuego. En la lumbre, desde por la mañana, había siempre unos pu­cheros arrimados, de barro o de porcelana, o una olla de hierro borbollando colgada de las llares.
El padre de familia partía el pan en gruesas rebana­das apoyando la hogaza en el pecho. Cada cual solía lle­var el cantero de pan en la mano izquierda, salvo que fueras zurdo, y la cuchara o el tenedor en la derecha. El pan era santo y no estaba bien dejar la hogaza boca abajo. El vino se bebía en porrón, que pasaba de mano en mano y acababa grasiento, y el agua, en botijo, que se llenaba en la fuente. Sólo los abuelos, a los que les fallaba ya la vista y les temblaban las manos, y los niños peque­ños disponían de unas jarritas de aluminio normalmente compartidas.
Éste era, hija, todo el menaje del hogar en las casas de Sarnago cuando yo era niño. En la alacena de la cocina se guardaban, negras como el tizón y grasientas, las sar­tenes y los cazos. En el aparador de la sala no había ape­nas platos ni copas. Si acaso dos o tres copas antiguas de cristal descabaladas, parecidas a las del rey de la baraja, unos vasos bajos de culo gordo y unas copillas para el coñac y el aguardiente, además de alguna media fuente de porcelana con unos platos sueltos, unas cuantas ca­zuelas de barro y lo que quedaba de una antigua colec­ción de tazas de café, reservadas para las fiestas y que se transmitían de padres a hijos perdiendo unidades a me­dida que pasaban de una generación a otra. Aún guarda mi hermano en casa alguna taza desportillada de aquellas con graciosos dibujos de liebres y cazadores.
Creo que fue nuestra casa la primera en que se utili­zaron platos individuales por iniciativa de mi madre, que era una mujer que leía y que había sido amiga de las hijas de don Vicente, el maestro. Pero fue su experiencia como mujer del secretario de Ayuntamiento la que le abrió los ojos e hizo que fuera siempre por delante. Andando el tiempo compramos en Francia, en una peregrinación a Lourdes, dos docenas de platos de duralex, que era enton­ces una novedad y que se consideraba un verdadero lujo. Costó trabajo convencer al aduanero de que era un regalo para uso familiar. Para nosotros era como traer la vajilla de Versalles: no sabes con qué cuidado transportamos aque­lla caja de cartón hasta el pueblo. Estábamos convencidos de que era una manera como otra cualquiera de entrar en la modernidad, y a lo mejor no nos faltaba razón.
La alimentación básica de aquellos campesinos era el cerdo y los productos de la tierra: patatas y verduras de la huerta, siempre de temporada, lentejas y garban­zos, cultivados en secano y seleccionados por la noche uno a uno, huevos de las gallinas propias, algo de caza, si había suerte, el gallo para una ocasión señalada, un cordero o un cabrito para la fiesta, la leche recién orde­ñada de las cabras, el queso elaborado en casa, con riesgo de contraer las fiebres de Malta, y prácticamente todos los días, el torrezno. El tocino proporcionaba además la grasa necesaria para los guisos, por eso en las familias más pobres o con más hijos no probaban el jamón y lo cambiaban por tocino. Lo recuerdo muy bien: dos kilos de tocino por uno de jamón. Con aquellos perniles re­sistían el hambre. En la plaza, cuando el baile, cantaban siempre una letrilla que parecía absurda y que ahora comprendo:

Ay chíbiri, chíbiri, chíbiri,
ay chíbiri, chíbiri, chan.
Alpargatas con tocino
es un plato regular.
Ay chíbiri, chíbiri, chíbiri,
ay chíbiri, chíbiri, chan.
Etcétera.

Hasta los huevos eran un lujo y en cuanto las amas de casa juntaban una docena, cogidos calientes en el nidal, los vendían al huevero, que tenía la habilidad de contarlos sacándolos de la cesta de tres en tres en cada mano. El bacalao y el congrio seco, los arenques saladí­simos exhibidos en cajas redondas de madera, y el bonito en escabeche eran los productos del mar que más se con­sumían; de vez en cuando subía el Mario de San Pedro con una caja de sardinas o chicharros, conservados en hielo. El besugo, cuando se podía, era el lujo de mi casa en Navidad.
Por la noche se cenaba invariablemente un puchero de patatas «viudas» -las patatas eran la otra base de la alimentación- o unas sopas de ajo, y por la mañana eran característicos los hormigos -una especie de gachas de harina de trigo aderezadas con una sartén de tocinillos fritos con pimentón- y las migas del pastor, preparadas siempre en calderillo, cortadas por la noche y dejadas al sereno en una media fuente, y que se acompañaban de chorizo de olla, de uvas o de trozos de manzana fritos en manteca. Esos eran nuestros regalos gastronómicos. La comida se consideraba el objetivo fundamental de la vida: se trabajaba para comer, aunque bastaba con el pan de cada día. 
Abel Hernández

La regla general, excepto entre los ricos, era que el cabeza de familia comiera el primero, él solo. Esto no lo hacía en una mesa de comedor, sino en una mesilla situada frente a él, al estilo oriental. Sus hijos comían en el suelo, en cuclillas, alrededor de una cazuela o sartén, mientras que las mujeres de la casa comían al final, los restos, y de prisa. A veces, sin embargo, había varios hombres adultos en la misma familia, y entonces comían de un plato común puesto en una mesa situada entre ellos. Esta era también la costumbre establecida en ventas y posadas, y cuando se celebraba una fiesta campestre entre amigos. Según el novelista Juan Valera, las clases altas andaluzas comieron de esta manera hasta la mitad del siglo XIX. Naturalmente, como ya he dicho, este modo de comer tenía también su etiqueta. Todos seleccionaban su parte y se la iban comiendo hasta que la línea de partición que la separaba de la parte del vecino desaparecía. Entonces, aquellos que tenían gustos delicados dejaban la cuchara, permitiendo que los de apetito más amplio acabaran con su parte.
Gerald Brenan - Al sur de Granada