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lunes, 16 de enero de 2017

Comarca del Maestrazgo












Los simuladores

La generala Marfa Petrovna Pechónkina o, como la llaman los hombres, Pechónjija, que lleva ya diez años dedicándose a la homeopatía, un martes de mayo recibe en su gabinete a los enfermos. Ante ella, sobre la mesa, hay una farmacia homeopática, un vademécum de medicina y el recetario de la farmacia. De la pared cuelgan, con marco dorado y bajo cristal, cartas de un homeópata petersburgués, en opinión de María Petrovna muy famoso e incluso gran médico, y el retrato del pa­dre Aristarco, a quien la generala debe su salvación: la renuncia a la perniciosa alopatía y el conocimiento de la verdad. En la antesala, los pacientes, en su mayor par­te mujiks. Todos ellos, excepto dos o tres, van descalzos, pues la generala les manda dejar en el patio las malolien­tes botas.
María Petrovna ha visitado ya diez personas y llama a la undécima:
-¡Gavrila Gruzd!
La puerta se abre, y en vez de Gavrila Gruzd entra en el gabinete Zamujrishin, vecino de la generala, pro­pietario de los venidos a menos, pequeño vejete de avi­nagrados ojos, con la gorra de noble bajo el brazo. Pone el bastón en un ángulo, se acerca a la generala y, en si­lencio, hinca a sus pies una rodilla.
-¡Qué hace! ¡Qué hace, Kuzmá Kuzmich! -se ho­rroriza la generala, poniéndose como una amapola-. ¡Por el amor de Dios!
-¡No me levantaré mientras viva! -dice Zamujris­hin, apretando los labios contra la mano de ella-. ¡Que todo el mundo vea mi genuflexión, ángel nuestro de la guarda, bienhechora del género humano! ¡Que la vea! ¡Ante el hada bienhechora que me ha dado la vida, que me ha señalado el camino verdadero y ha iluminado mi mente escéptica, ante esta hada, medicina nuestra mila­grosa, madre de huérfanos y viudas, estoy dispuesto no ya a permanecer arrodillado, sino a arrojarme al fuego! ¡Me he curado! ¡He renacido, hechicera!
-Estoy... muy contenta... -balbucea la generala, po­niéndose roja de satisfacción-. Es tan agradable oírlo... ¡Siéntese, por favor! ¡Sí, el otro martes estaba usted tan gravemente enfermo!
-¡Y tanto! ¡Me da miedo recordarlo! -dice Zamuj­rishin sentándose-. Tenía reuma en todos los miembros y en todos los órganos. He estado ocho años sufriendo, sin saber lo que era reposo... ¡Ni de día ni de noche, bien­hechora mía! Me hice reconocer por doctores, fui a los profesores de Kazán, probé barros diferentes, bebí aguas, ¡qué no había probado! Todo lo que tenía lo he gastado en medicarme, bella señora mía. Todos esos doctores, si no ha sido para mal, no me han servido para nada. Me hundían la enfermedad hacia dentro. Hacia dentro sí la hundían, pero su ciencia no llegaba a echarla fuera... Sólo les gusta tomar dinero, los bandidos, pero del bien de la humanidad poco se preocupan. Te receta uno alguna quiromancia y tú bebe. Son unos asesinos, en una pala­bra. ¡De no haber sido por usted, ángel mío, ya estaría en la tumba! Llego a casa, el otro martes, después de haber estado aquí, miro los granitos que usted me dio entonces y pienso: «¿De qué pueden servir? ¿Es posible que estos granitos de arena, casi invisibles, puedan curar mi enorme y ya vieja enfermedad?» Eso pienso, incré­dulo, y me sonrío, pero tan pronto como tomé un gra­nito, ¡instantáneamente!, fue como si no estuviera en­fermo o como si todo se me hubiera pasado, sin dejar rastro. Mi mujer se me queda mirando con los ojos bien abiertos y no cree lo que ve: «¿Eres tú, Kolia?» «Soy yo», digo. Nos pusimos los dos de rodillas ante el icono y no nos cansábamos de rogar por nuestro ángel: «¡Mán­dale, Señor, todo cuanto nosotros sentimos!»
Zamujrishin se seca los ojos con la manga, se levanta de la silla y manifiesta la intención de hincar otra vez una rodilla al suelo, pero la generala le detiene y le hace sentar.
-¡No me lo agradezca a mí! -dice, roja de emoción y contemplando, admirada, el retrato del padre Aristar­co-. ¡A mí, no! ¡Aquí yo no soy más que un instru­mento dócil!... ¡Realmente es un milagro! ¡Un reuma­tismo de ocho años curado con un granito de escrofuloso!
-Usted tuvo a bien darme tres granitos. De ellos tomé uno a la comida ¡y el efecto fue instantáneo! Tomé el otro por la noche, y el tercero al día siguiente; desde entonces, no he notado nada más. ¡Lo que se dice ni una punzada! ¡Y pensar que ya me disponía a morir y había escrito a mi hijo, en Moscú, para que viniera! ¡Dios le ha dado luces, curadora nuestra! Ahora, ya ve, camino y es como si estuviera en el paraíso... Aquel mar­tes, cuando vine a verla, iba cojo, y ahora estoy dispues­to a correr aunque sea tras una liebre... Podría vivir aun­que fueran cien años. Sólo tenemos una desgracia: las privaciones. Estoy sano, mas ¿de qué me sirve la salud si no tengo con qué vivir? La necesidad me ha hecho más daño que la enfermedad... Vaya como ejemplo aun­que sea lo que le voy a decir... Ahora es el tiempo de sembrar la avena, pero  ¿cómo sembrarla, si falta la si­miente? Habría que comprarla, pero el dinero... Ya se sabe cómo estamos de dinero.
-Yo le daré avena, Kuzmá Kuzmich... ¡Quédese sentado, quédese sentado! ¡Me ha dado una alegría tan grande, me ha procurado tanta satisfacción, que no es usted quien ha de darme las gracias a mí, sino yo a usted!
-¡Es usted nuestra alegría! ¡Pero cuánta bondad crea Dios! ¡Alégrese, señora mía, contemplando sus buenas obras! Nosotros, pecadores, no tenemos de qué alegrar­nos... Somos gente pequeña, apocada, inútil... morralla...
Nobles, lo somos sólo de nombre, porque en el aspecto material somos como los mujiks, hasta peor... Vivimos en casas de obra de albañilería, pero esto no es más que un espejismo, porque el tejado tiene goteras... No hay con qué comprar tablones.
-Le daré tablones, Kuzmá Kuzmich.
Zamujrishin le saca aún una vaca, una carta de reco­mendación para su hija, a la que tiene la intención de llevar a un colegio, y... conmovido por la magnanimidad de la generala, son tantos los sentimientos que le embar­gan, que empieza a lloriquear, tuerce la boca y saca el pañuelo del bolsillo... La generala ve cómo, junto con el pañuelo, le sale del bolsillo un papelito rojo, que cae silenciosamente al suelo.
-No lo olvidaré por los siglos de los siglos... -bal­bucea-. Encargaré a mis hijos que no lo olviden, y a mis nietos... de generación en generación... Ésta es, hi­jos, la que me ha salvado de la tumba, la que...
Después de haberse despedido de su paciente, la ge­nerala permanece unos momentos, con los ojos llenos de lágrimas, mirando al padre Aristarco; después, abarca con mirada acariciadora y llena de veneración la peque­ña farmacia, el vademécum de medicina, el recetario, el sillón en que hace sólo unos instantes estaba sentado el hombre al que ella había salvado de la muerte, y su mi­rada cae sobre el papelito que se había caído al paciente. La generala recoge el papel, lo despliega y ve en él tres granitos, los mismos tres granitos que ella había dado a Zamujrishin el martes último.
-Son los mismos... -dice perpleja-. Hasta el papel es el mismo... ¡Ni siquiera lo ha desplegado! ¿Qué ha tomado, pues? ¡Qué extraño!... ¡No habrá pretendido engañarme!
En el alma de la generala, por primera vez en diez años, brota la duda... La generala llama a los enfermos siguientes y, al hablar con ellos de sus enfermedades, nota lo que antes pasaba imperceptiblemente por sus oídos. Los enfermos, sin excepción, como si se hubiesen puesto de acuerdo, al principio la alaban por su mila­grosa manera de curar, se entusiasman por su sabiduría médica, ponen de vuelta y media a los doctores alópa­tas, y luego, cuando ella está roja de emoción, comien­zan a exponer sus necesidades. Uno le pide un pequeño trozo de tierra para arar; otro, algo de leña; el tercero, permiso para cazar en sus bosques, y así por el estilo. Ella mira la abierta y bondadosa fisonomía del padre Aristarco, que le ha descubierto la verdad, y una nueva verdad empieza a desazonarle el alma. Una verdad mala, penosa...
¡Qué ladino es el hombre! 

A. Chejov